Vistas de página en total

viernes, 18 de septiembre de 2015

POESÍA COMO HAMBRE

La poesía es como el hambre,
en muchos sentidos. 
La poesía es como el hambre
(¡digo que en algo se deben parecer!)
La poesía es como el hambre,
son hermanas de la necesidad,
de la falta, y che,
de esta tierra.
La poesía es como el hambre,
muchos no la conocerán nunca
-no le verán la gris o rosada cara-
mientras Otros mueren por ella.
La poesía es como el hambre,
quienes lo tienen son quienes
más necesitan de diospadretodopoderoso.
La poesía es como el hambre
surge por diferentes razones,
pero sus efectos son
-casi siempre-
los mismos:
la palma gris/amarilla
y el chaleco con que se cubren
las miserias humanas.
La poesía es como el hambre,
florece donde el Capital,
aún no ha llenado
a las flores de asfalto
y a los niños de alimento.

martes, 23 de junio de 2015

Hospital



Hay una mancha en el piso del hospital,
Y todos están muy tristes.
El mármol frío y muerto del piso
Tiene una mancha.
Y todos estamos tristes.
Una madre toma a su hijo del brazo
Y lo arrincona frente a un espejo.
El niño parece triste.
¿De qué color es la mancha?
Parece verde, como si la naturaleza
Quisiera comerse el edificio
O como si alguien hubiera
Volcado algo de mate
Accidentalmente.
Todos estamos tristes.
¿Será la segregación de alguien
A punto de morir?
No lo parece.
Quizás es solo una mancha
En un hospital
En el que todos están muy tristes.

lunes, 18 de mayo de 2015

REQUIEM POR LA ESPERA

Hay que desconfiar de la espera:
no queda otra.
Hay que ponerse firme, y decirle:
escarabajo de pocas patas, negro
y de verano,
no pises más los pastos
de mi memoria.

Hay que asesinar a la espera:
atarla con los hilos elegantes
del descreimiento. 
Rociarla de olvido, y con
indiferencia
prenderla fuego.

Pero, 
por sobre todo,
la única solución

es que hay que secuestrar a la espera
encerrarla en el cuarto oscuro
de nuestra piel,
y pedir por rescate
poco menos
que unas gotas de cinismo. 

lunes, 4 de mayo de 2015

CAPÍTULO 1 DE UNA NOVELA QUE POR EL MOMENTO CONSTA DE UN CAPÍTULO (ESCRITO) Y OTRO APENAS PENSADO JE



El libro estaba algo gastado. Era una edición de bolsillo, con la tapa –blanda, por supuesto- doblada en las puntas. Su título rezaba “El resplandor” y, debajo, la ilustración  mostraba a un niño como él, sólo que rubio y más delgado.
En el extremo izquierdo inferior se leía, con letras grandes y blancas: “Stephen King”. Ese nombre lo asombraba: había aprendido en la escuela que “king” significaba, en su íntimo español, “rey”. Esteban Rey, pensó, mientras dos de sus dedos se deslizaban por la superficie cruzada por los relieves de las líneas que él llamaba, en ausencia de un mejor nombre, cicatrices.
Cuantas más cicatrices tenía un libro, más veces había sido leído. Cuantas más veces leído, mejor. Ése era el criterio con el que, en ese momento, el pequeño César clasificaba los títulos que, después de ciertas odiseas familiares, llegaban a su improvisada biblioteca. En ella convergían H.P Lovecraft, Edgar Allan Poe, Phillip Dick, Horacio Quiroga, Raymond Chandler. Todas ediciones baratas; libros que circulaban en los kioscos de las estaciones de trenes, o que se vendían con el descuento del cupón de un periódico.
Abrió el libro. Acercó la cara para que su nariz pudiera sentir el olor a humedad que habitaba en las páginas. No era nuevo. Seguro usado.
Leyó, con cierta solemnidad, la primera línea en voz alta:
“Alguno de los más hermosos hoteles de temporada del mundo se hallan situados en el Estado de Colorado, pero el que se describe en estas páginas no se basa en ninguno de ellos”
La traducción era de una mediocridad notable. Pasarían algunos años hasta que César supiera el suplicio al que las editoriales locales sometían a los autores extranjeros. Lo sabría el momento en que empezó a leerlos –a medio entender, de todas maneras- en su idioma original.

Era el año 1995. El pequeño César Hernández tenía quince años. En Colombia, Ernesto Samper cumpliría, dentro de algunos meses, un año en la presidencia. Las guerrillas continuaban ejerciendo su poder en varias zonas del país, que parecía por entonces un feudo. El padre de César, Alberto Hernández Menéndez, trabajaba en la industria textil. La explotación era moneda corriente: en ocasiones, Alberto pasaba semanas sin salir de la fábrica. Dormía con el resto de los “empleados” en una habitación repleta de cajas con algodón. La mujer de Alberto, militante política, ama de casa, recordaría la situación de su marido como “la más exacerbada muestra de la alienación laboral. Aquella en la que el empleado debe coexistir con el material con el que trabaja hasta, inevitablemente, confundirse con él”.
 César, al escuchar estas palabras, soñaba a su padre lastimado, pero en lugar de que de sus heridas emergiera sangre, veía salir de ellas hilos interminables, pero de colores limitados (azul, verde y oro, entre otros).
Cuando Alberto tenía que quedarse en la fábrica, Laurencia, su mujer, dejaba que sus dos hijos durmieran con ella en su cama, que era por lejos la más cómoda de la casa. Les contaba historias de la ciudad, de campesinos que se habían ido lejos buscando algo más que tierra, café y miseria. También les contaba cómo eran masacrados por la policía, los grupos guerrilleros y el hambre. Laurencia jamás se cuestionó si aquellos relatos eran apropiados para dos infantes. La educación debía ser, a su entender, lo más estricta posible.
-Los explotadores no serán blandos con nuestros hijos. No les hablarán de caperucita roja y blancanieves. Los enviarán a las minas y los harán pagar con sangre el precio del oro y la plata –decía, ocasionalmente, a las madres de otros niños.
Laurencia tenía unos rulos que César había heredado. En cambio, Camila, la menor, tenía el pelo tan lacio como su padre.  Era morocha, y sus ojos grandes parecían dos perfectos mundos simétricos. Su temprana muerte sería una gran tragedia para todos.

Los libros que llegaban a la casa generalmente lo hacían de la mano de Rodrigo, hermano de Laurencia. En cada visita que realizaba –generalmente en intervalos dos o tres semanas- traía consigo un libro para César y otro para Camila. Los dos niños crearon –con ayuda del poco padre que les quedaba- una especie de repisa que amuraron sobre la pared de su habitación. Separaban, con tres grisáceos ladrillos, los libros. Por tema, a veces. Cuando se aburrían por la lluvia, volvían a clasificar su colección pero utilizando otro sistema: por fecha, por autor, por nacionalidad. Les gustaba generar esas taxonomías, diversas, arbitrarias, apócrifas. Incluso, en alguna oportunidad, intentaron ordenar los libros alfabéticamente, pero por la letra inicial de cada uno de los textos. No prosperó debido a que Camila increpó a su hermano, diciéndole que la tarea era, además de harto inútil, aburrida.
Rodrigo compraba los libros por los colores de las tapas, ya que no sabía leer. Luego de un tiempo, se hizo amigo del muchacho que trabaja en la librería de la estación libertad. Él le recomendaba libros para sus sobrinos, a los que ya les tenía el gusto algo calado.
Los hermanos leían casi siempre en la plaza. Por la noche, llevaban una sabana que colgaban sobre la rama de algún árbol y, linterna en mano, leían pasajes llenos de apariciones, fantasmas, monstruos. Esas lecturas, sumadas a lo ajeno del territorio en el que se encontraban, generaban en ellos pensamientos hostiles que lejos de disgustarles, los seducían.
Cuando se hacía tarde y el guiso estaba listo, Laurencia salía a buscarlos al grito de “¡mocosos!” hasta que los encontraba y los llevaba a las patadas hasta la casa.

César continuó leyendo el libro. Los gritos vencían la fina pared de su habitación. Acostado en la cama, intentaba concentrarse. No lo conseguía.
-¡Ya te he dicho que pases cuando esté mi marido!
-(…)
-¡No me toque, cerdo! ¡Suélteme!

Cuando llegaba Don Miguel Artón, comenzaba la orquesta de gritos e insultos. Luego de unos minutos: el silencio. El cobrador se llevaba a Laurencia, y la devolvía a la casa luego de dos horas. Deprimida, humillada, furiosa.
César aceptaba la violación de su madre como uno más de los trámites burocráticos de su pobreza. Cuando la escuchaba volver –por la noche- y encerrarse en su habitación, le llevaba un vaso de cerveza y unos cigarrillos que, con paciencia china, había armado minutos antes.
Laurencia le acariciaba el pelo y lo obligaba a volver a hacer lo que fuera que estuviese haciendo.
Esa noche, Don Miguel Artón no se llevó a Laurencia. Lo estuvo por hacer pero, unos segundos antes de sacarla tomada del cuello por la puerta, llegó el destino. Llegó Camila.
Apenas con doce años, Camila tenía un cuerpo ya formado. La feminidad de su figura ganaba el terreno del cuerpo a la progresivamente abandonada niñez. Miguel la vió, se paró frente a ella. La tomó del brazo y se la llevó en su camioneta roja y gris. Laurencia lo persiguió corriendo, gritándole que a su hija no, que la llevara a ella. Pero:
La vejez.
La vejez le impidió seguir corriendo, y cayó de rodillas en la calle de tierra. Apoyó la cara contra el suelo, y las lágrimas se fundieron con el polvillo para formar un barro que, al momento en que la encontraron los vecinos, ya le ocultaba la mayor parte de la cara.

Artón no volvió a cobrar la renta. Pero envió a sus empleados para desalojar a la familia Hernández. Laurencia llevaba, por ese entonces una campaña de búsqueda para encontrar a su hija y al monstruo que, de seguro, azotaba su existencia. Las autoridades locales –tanto gubernamentales como de las otras- poco hicieron. Por desidia, por inutilidad, por complicidad.
Alberto, el más afectado por la situación, había dejado de ir a trabajar. En la fábrica no entendían de sentimentalismos y, por eso, lo echaron. Sobrevivían con las bolsas de harina que llevaba Rodrigo, cada vez con más asiduidad.
En los medios, la foto de Camila figuró por algunas semanas, hasta que dejó de ser noticia por una gran pelea de narcotraficantes en la que resultaron heridos más de doce inocentes.
Esa foto, la que circuló por un tiempo en los noticiosos, mostraba a Camila con sus dos ojos oscuros mirando fijamente a la cámara, y a su padre, quién había sacado la foto en su último cumpleaños. En el pelo, una corona de cartulina la vestía de reina.

El pequeño César no habló por dos años. Estuvo en tratamiento psiquiátrico, pagado obviamente por el Estado. Según su psiquiatra, en las sesiones lograba esbozar algunos monosílabos; por supuesto, insuficientes para rotular a un adolescente como “sano”.

Con la desaparición de Camila –aquella que luego, en algunos años, decantaría en muerte- las pesadillas aisladas de cualquier niño que visitaban a César comenzaron a hacerse recurrentes y rutinarias.  En ellas, manchas amorfas transmutaban en figuras familiares –ahora olvidadas- y perseguían al niño entre campos de trigo iluminados por una luz solar celeste que, lejos de iluminar, parecía oscurecer. En otras, murciélagos negros se posaban en las rodillas de sus compañeros y, poco a poco, los infectaban de una sustancia viscosa y verde que los dejaba totalmente inmovilizados. 
El ápice de aquel estado –tan adverso como natural para el adolescente- llegó cuando César dejó de precisar en qué momento se encontraba en un sueño y en qué momento se encontraba en la vigilia. A su vez, estos momentos de ambigüedad se volvían más confusos cuando el niño se duchaba.
Podemos inferir que no existía tal diferencia y que alucinaciones aquejaban al adolescente tanto en el día como en la noche.
Con nadie hablaba de ellas. En la escuela solo se limitaba a escuchar al profesor, garabateando algunos apuntes en su carpeta. Visitando la biblioteca para leer libros de química, física y astronomía.
Su vida social se volvió inexistente. De vez en cuando asistía a algún cumpleaños. Más por una tenue resignación que por interés. Se había acostumbrado a pensar a los demás como una mera circunstancia.

Laurencia, que yacía al igual de quienes esperan la muerte, no podía seguir haciéndose cargo de su hijo. Alberto, ocupado en su nuevo trabajo como agricultor, tampoco poseía el tiempo y la fuerza necesaria para la crianza de un adolescente.
Con el escaso raciocinio que aún guardaba su espíritu, Laurencia pensó que, además, era perjudicial para su hijo –y para cualquier otro, pero el posesivo su agravaba la situación- vivir en una casa pintada con los colores de la tristeza y la fatalidad. Por eso decidió –una vez comunicada la noticia a su esposo- enviarlo a vivir con Víctor. Su hermano: el tío de César.
Hicieron una gran comida para notificarle el futuro próximo que aguardaba. Invitaron a esa comida a Víctor, el benefactor, y a César, el beneficiario; también invitaron –como en todas las cenas- al espíritu ausente pero –oh, la esperanza humana- vivo de Camila, la hija menor, la desaparecida. Todos estuvieron de acuerdo.
Víctor: con el entusiasmo y la expectativa de las almas nobles y caritativas.
César: con la ya característica resignación con la que tomaba las cosas.
Laurencia y Alberto: con el alivio de no tener que soportar, además de su tristeza, la de su hijo varón.
Camila (o su espíritu): con el silencio.

martes, 28 de abril de 2015

hombre mirando el mar

Un hombre sentado,
Sobre sus hombros de polvo
Mira en dirección al mar.
No mira el océano verde,
De olas juglares y trovadoras,
Mira, en verdad, una línea blanca
Quizás divisoria,
Quizás irreal.
*
Un hombre sentado,
Sobre su vientre de arena,
Mira en dirección al mar.
No mira aquél barco, caro
Y de pasajeros caros
Sino otra cosa,
Quizás menos lejana,
Quizás más real.
*
Un hombre sentado,
Sobre el pecado sentado,
Mira en dirección al mar.
No mira la espuma,
Ni su muerte en la orilla
Sino otra cosa,
Quizás menos blanca
Quizás menos fugaz.
*
Un hombre sentado,
En el puerto sentado,
Mira en dirección al mar.
¿Qué mira aquél empleado
Que mira en dirección al mar?

poem

Estás ahí,
en el límite de las palabras y
los huesos fríos de
las cosas.
Estás ahí
en el límite de la sintaxis,
en el límite de lo decible
donde muere toda referencia.
Estás ahí,
justo donde se quiebra
mi relación con el mundo.
Justo donde anochece
el conocimiento.
Estás ahí,
en donde los vértices de lo real
y lo irreal
convergen.
Estás ahí,
unida por los opuestos.
En el extraño vínculo
de los contrariaros.
Estás ahí,
donde este poema
quizás,
nunca va a llegar.

domingo, 5 de abril de 2015

ZAMA Y HENRY JAMES

Ayer terminé de leer "Zama" de Antonio Di Benedetto. El tono existencialista de la novela es creado a partir de la angustia que produce al protagonista verse enmarcado entre dos identidades -las cuales no llegan a ninguna síntesis hegeliana sino que, por el contrario, se repelen la una a la otra, en constante conflicto.
Éstas identidades son el americanismo y el europeísmo: la convergencia es producto de ser funcionario de la colonia española -modelo de civilización- en una Asunción aindiada y acriollada -incluso, casi, fantástica.
Luego de terminar esta novela, me propuse a leer -siguiendo la línea absurda y caótica con la que leo- "Una vuelta de tuerca" de Henry James. Antes de introducirme efectivamente en la obra, leo la biografía del autor. Tal parece que James se sintió siempre en conflicto con su identidad -no solo por su vaga sexualidad- sino además por verse enmarcado -como el personaje de "Zama"- entre el americanismo de su Estados Unidos y el europeísmo de Francia e Inglaterra.
Las nacionalidades son meras circunstancias, pero constituyen identidades.

domingo, 29 de marzo de 2015

IMPROVISACIÓN

La pelotudez es un monumento, sí
pero no tengo nada para decir.
¿cuánto de la superficie terrestre no conocemos?
¿cuánto de la flora 
y fauna
espacial
ignoramos?
Nos ubicamos en ese punto, exacto,
en que la palabra se separa de la cosa.
¡Dios de las verdades, inmenso y obtuso!
Buscános: nosotros no podemos encontrarte.
Ciegos y sordos nacimos, como lombrices
de tierra 
-bichos mundanos para los que existir es:
simplemente,
una medida del espacio-
Y te culpamos. Creo. Te culpamos. 
Pero también te queremos encontrar.
¿En donde?
¿En qué lugar o tiempo?
En el ensayo de una muerte
en el escenario de un beso
en la cama.
(la enumeración sería confusa, y, sobre todo,
inexacta, porque 
por suerte
sabemos que el mundo se reduce a una sola cosa
a un solo espectro amarillo, verde o gris:
sólo que no sabemos, obviamente, cuál).

viernes, 27 de marzo de 2015

LO UNO, LO MISMO.

La Similitud no es siempre armoniosa, aunque sea un síntoma de la simetría de la creación (sabemos que el cielo es el espejo de la tierra, también sabemos la irritación que le causaban los artistas a Platón, pues querían imitar blasfemamente lo Ideal). 
En algunos casos, exepcionales pero no por eso merecedores del descrédito, la Similitud es una de las cualidades del Horror. Pensemos, por ejemplo, en los Doppelganger, aquella denominación que ya lleva algunos siglos vagando por las literaturas. Pensemos, también, en la indignación de un enamorado al descubrir que alguien más -un Otro- posee el nombre, la cara o las mañas del objeto de su amor.
El caso es que Marcelo no supo o no entendio esto hasta el día en que cruzó a su madre:
Por la vereda contraria, aquella en la que la sombra abrigaba el asfalto, caminaba vestida con una campera verde. Marcelo la saludó con efusividad  y luego recordó que su madre estaba, hace tiempo, muerta. Bajo la mano con verguenza. El espectro sonrió, sin ánimo de devolver el saludo.


viernes, 20 de marzo de 2015

CHETOS

No tienen en la piel
la lengua de los esclavos,
el óxido de las cadenas,
el hastío de los barcos y los campos.

No tienen en los ojos,
la verde y monolítica tristeza 
de la llanura
de la pampa, y la angustia
acriollada.

No tiene el calor,
del conventillo y de la villa
del hacinamiento apremiante
de las inmobiliarias y el mercado.

No sufren de Ares -el dios de la guerra-
ni de Dichin -que pronuncia el hambre-
su mitología es mucho más favorable,
personal, portátil
y anónima.

No tienen los caballos flacos,
las cenizas fieles
los abuelos que miden el tiempo
los niños que miden la miseria.

No cargan el sol en la espalda,
ni el frío en el sudor en los labios,
ni las rodillas gastadas,
ni las manos deformes. 

No tienen.
No.

Ellos:
Son finos, blancos, hermosos,
y atemporales,
ahistóricos,
como si siempre hubiesen vagado
por el lado dulce de la existencia.

lunes, 16 de marzo de 2015

ODA

Puedo nombrar
dos o tres cosas buenas:
hacer de ésto una oda
a las nimiedades inútiles
que constituyen el tiempo
-el nuestro y el de los otros,
los muertos de nuestra memoria
y de nuestro olvido-.

Puedo nombrar, por ejemplo:

el roce anónimo e involuntario,
de dos antebrazos tibios.

la textura áspera y la humedad
de las encuadernaciones
de los libros del siglo XIX.

el rocío que se inscribe
-con una diaria resingación-
en los labios del patio.

La similitud de los perros
-comunistas del reino animal,
como las hormigas-

el silencio íntimo del andar de los gatos

la luz de las pantallas sobre las paredes
de la medianoche

la madera nórdica,
tallada en el Valhalla

los grabados medievales,
que enriquecían el trivium

la prosa inglesa,
y las disertaciones castellanas,
de dos disimiles sujetos
que caben en un libro.
Pero esta enumeración
-arbitraria, enojosa-
jamás será el mundo.

lunes, 9 de marzo de 2015

...y libranos del mal

Sergio conversa con El Patrón.
-¿No viste la moto nueva?- pregunta.
-No- responde Sergio, sin el mínimo deseo de entablar una conversación ni la mínima hipocresía de demostrar interés, aunque sea por beneficio propio laboral/salarial.
-Bueno, está acá afuera. Vení, que te la enseño...
Sergio lava dos o tres cucharas más. Quedan apenas plateadas. Apenas limpias. Pero no le importa. Sale.
Afuera, una Yamaha 150 cc reluce roja y negra. Reluce solo en algunas partes, en otras le da la sombra del jacarandá de la vereda.
-¿yyyyyy? ¿qué tul? -pregunta El Patrón.
-Se, buenísima. Me encanta
-¿Sabés cuanto salió?
-No. ¿Cuánto?
-Nada: 10 gambas y media.
-...
-Nada. 
Sergio no sabe nada de motos pero lo intenta aparentar. Le da una vuelta, como se la daría un perro que estuviera por mearla. No le importaría meársela, piensa, pero únicamente cuando Él no esté ahí, mirándolo. 
-¿No tenes el auto vos?
-Sí, pero no es lo mismo. No es lo mismo. Estamos en octubre, Sergio. La moto en verano es una maravilla, la libertad (...)
El desvarío continuó por tres minutos más. Intrascriptibles. 
-Sí,sí, obvio. En invierno no se puede: la lluvia, la escarcha, el clima.
-¡Vos tenes que comprarte una, chabón!
-...
-Ya te la vas a comprar.
Él Patrón se revuelve el pelo con la mano izquierda y entra al local. Sergio siente la tentación de rayarle todos los plásticos a la moto. Todavía le queda, mojada y tibia, una cucharita de café en la mano.
 
 

miércoles, 4 de marzo de 2015

the are more and more and more things

Sergio toma una taza de té con leche. Todavía flotan, danzantes, en círculos, los pedacitos de hojas verdes y negras en la superficie.
El té tiene el color del río- piensa.  
No, no es verdad- se corrige. 
Frente a él, y detrás de un galpón donde guarda la pileta de lona, la máquina de cortar pasto, y libros viejos, está la pálida Clara. Ella lo mira y toma el té, también. Pero de otro tipo. Uno con el sabor de alguna fruta: frutilla, mora, cereza. No lo sabe. Ella lo trae especialmente de su casa para tomar el té con él. 
Ella se ríe, y ninguno de los dos parece tener nada para decir. 
Ella se ríe de eso.
Un viento se empieza a levantar, moviendo las hojas del paraíso y volando el mantel, con todas las servilletas, que siguen el curso del viento. Parecen palomas sin huesos. Palomas de espuma.
El perro de Sergio comienza a ladrar y le responden, a lo lejos, otros perros. 
-¿Qué se dirán?- pregunta Clara.
Sergio encoje los hombros para decir "que se yo", queriendo decir "que se yo". Sigue mirando a Rufo -ese es el nombre del perro- corretear por el pequeño patio formando un imaginario triángulo isósceles. 
El viento se hace más fuerte. Las vainillas y las masas secan se vuelan -¿cuán poco pesan?- cayéndose al pasto, que empieza a ser mojado por una lluvia finísima que también le moja los hombros desnudos de Clara. 
-No las vamos a juntar- dice Sergio. Adentro hay más.
-Sí, no hay problema. Igual no tengo hambre. Comí mucho en lo de...
Acá, en este punto del relato, la mente de Sergio también se vuela como las galletitas y poco escucha lo que mucho dice Clara. En cambio, se pone a pensar en un video que había visto hacía unos minutos en youtube. Uno de la guerra de Irák, Irán, Siria o Palestina. Es un desierto. Un hombre de naranja se arrodillaba en la arena. Estaba rapado -seguramente no por voluntad propia. A su izquierda, un hombre vestido de militar, encapuchado, y con la voz alterada, dice algunas palabras que Sergio no entiende en un idioma que no entiende -la parte del discurso la adelantó, en parte porque no entendía, y en parte porque no le importaba. De pronto, las palabras cesan y el hombre de pie le corta al hombre arrodillado el cuelo con una especie de serrucho. El contraste entre el discurso, lleno de palabras y solemnidad, y el acto de asesinato era notable. ¿Qué decir, después de todo, antes de matar a alguien?
Cuando volvió de sus pensamientos, Clara jugaba con Rufo. Acostado, el perro le mordía suavemente, amigablemente, la mano que ella hacía reposar sobre su hocico. Le dio terror pensar que solo un fallo en la anónima, simple e incognoscible maquinaria de la bestia podía dejar a su novia sin una de sus delicadas y blancas y suaves manos. 


lunes, 2 de marzo de 2015

Esperamos

Nosotros,
tan los de siempre,
tan cansados,
esperamos.

Esperamos que sus victorias permanezcan ocultas
o que al menos el azar se lleve
en los bolsillos tintos del olvido
el magro dios de ustedes.

Esperamos que desaparezcan para siempre,
que,
imberbes,
mueran en el seno de la gloria
que destruyan los altares con sus frentes,
que disputen con sus padres la deshonra.

Esperamos el calor de sus piernas mecidas
por el viento del orgullo y que la fiebre
de la historia
-la nocturna, la de ustedes-
los reduzca al oro que los llama.

Esperamos todos esto, y esperamos
que si en algún momento logran
vencer la muerte de la estepa,
de la flora,
nos avisen o callen
por una vez, y
para siempre.

martes, 17 de febrero de 2015

SOBRE BORGES, WALSH, CERVANTES Y CORTÁZAR

Ricardo Piglia, en sus clases sobre Borges dictadas en la Biblioteca Nacional, las cuales se transmitieron por la TV Pública, y que yo ahora miro por Youtube, afirma que el cuento de Rodolfo Walsh "Nota al pie" es producto de una lectura de "Tlon, Uqbar, Orbis Tertius" de Borges. En ambos textos, existe una instancia que -como un germen- comienza a invadir, hasta deglutir, hasta abarcar, otra. 
Existen diferencias, claro. En el caso del texto de Borges, esa instancia es, en una primer momento, un saber -todos conocemos la historia de la enciclopedia de Bioy Casares. Ese conocimiento, que es, a la vez, un continente y que es Tlon, comienza a abarcar el mundo de Borges hasta, como dice el autor dice en las últimas líneas, "el mundo será Tlon". 
En el texto de Walsh, se exponen dos discursos. Uno como "narración ordinaria" y el otro como forma de una, justamente, nota al pie. A medida que la historia avanza, la nota al pie comienzan a ganar líneas, a "ganarle la página" al otro texto. 
Yo quiero establecer ciertos antecedentes de esta forma de narrar. Quizás, como expuso Borges en su ensayo "Kafka y sus precursores", la lectura de un autor establece, delimita y determina lecturas de autores anteriores. Pero eso, como dice Karina Jelinek, se los dejo a su criterio. 
El primer texto es de Macedonio Fernández. Se llama "El zapallo que se hizo cosmos". Éste cuento, olvidado fuera de las aulas de los colegios secundarios, es claro ejemplo del método utilizado por Borges, primero, y por Walsh después. La trama es simple, y casi está resumida en el título: un zapallo chaqueño crece tanto que no deja nada fuera de él. Una alegoría del universo.
El segundo antecedente es más lejano. Está en el Quijote. Quizás este sea mas "agarrado de los pelos". Pero figúrense ésto: Un hombre que, de tanto leer libros de caballería, empieza a actuar como si viviera en ellos. Por primera vez en la historia literaria, y en la historia de las ideas, se explicita el mecanismo de un contenido que ingresa en la conciencia de un individuo y crea un "sistema de representaciones" que incide en su manera de relacionarse con el mundo. Los libros de caballería delimitan la praxis posterior de la vida del Quijote. 
Otro ejemplo sería el cuento "Casa tomada" de Julio Cortázar en el cual la presencia invasora es, en este caso, hostil y humana. 
Les dejo esta idea para que me comenten en qué otros textos se puede encontrar el mecanismo de un contenido que se convierte, en el progreso de la trama, en su propio continente. 

viernes, 13 de febrero de 2015

SOBRE LA CIUDAD Y EL PUEBLO

Mi búsqueda de temas para una novela, cuento o poemario está siendo, por el momento, cuanto menos, infructuosa.
A veces, cuando estoy cansado, culpo al lugar en el que vivo. Porque, en una ingenua hipótesis, se puede inferir que en los pueblos existen menos estímulos. Menos disparadores de lo que podría llegar a conformarse como una historia. No sé si es verdad. En la ciudad hay más estímulos -visuales y de los otros- y pareciera, más historias, más personajes locos que andan de un lado al otro, que gritan en el medio de la calle. Capaz que estás doblando una esquina y encontrás a un tipo muerto de un balazo. Por supuesto, eso estimula a la imaginación. En el pueblo, en cambio, las historias parecen enterradas. Están, pero enterradas. Hay que salir a buscarlas, hablar con gente. Cuesta más trabajo.
Por otra parte, la mayoría de las historias de los pueblos suelen ser dramas familiares. ¿Cómo no lo serían? Es un lugar en el que tu familia es, cuanto menos, el 10% de la población -casi nadie sobrevive a eso. Por eso las novelas provincianas son aquellas como Madame Bovary, Ana Karenina, las de Juan José Saer. Infidelidades, problemas de herencia, de corrupción. Un hermano que estafó al otro, por ejemplo. Un policial, por decir algo, no podría escribirse en un pueblo -aunque "Blanco Nocturno" de Ricardo Piglia exprese lo contrario. ¿Por qué no? Porque a los tres días ya sabés quién fue. Y si es un crimen pasional, peor. Listo, vas a la casa del tipo y lo encerrás. Incluso Piglia, en el libro que antes mencioné, tuvo que insertar un elemento externo, un extranjero, un "otro". Porque en los pueblos, la "otredad" no es igual que en las ciudades. El autor tuvo que agregar ese elemento para que surgiera un conflicto en la supuesta calma y armonía del pueblito -creo que era uno de la provincia de Buenos Aires, oh casualidad. 
Se me ocurrió esto: un pueblo es como un cuento, y una ciudad como una novela. El pueblo -al igual que el cuento- es cerrado, un mismo ambiente, unos pocos personajes y un sistema de relaciones -registro, imágenes, léxico- monótono, reducido. Tiene fuerza, eso sí. En sus límites radica su potencial.
La ciudad, como la novela, está abierta. Es por definición polifónica: convergen distintas voces, siempre en conflicto. Hay un registro y un anti-registro. Una dialéctica de las fuerzas siempre emergente. Sobre ellas se edifican las ciudades, no sobre esa sobriedad ingenua de asfalto que llamamos calles.
No sé, esto es lo que tengo por ahora.