Camila se recostó sobre lo que parecía
-vista a la luz pálida de la luna- una piedra grisácea de forma rectangular.
Sintió, cuando su cuerpo tocó por primera vez la rugosa superficie, un frío
recorrer su espalda, acabando como un ligero espasmo en la zona de la nuca. Junto
con ese estremecimiento un deseo súbito la asaltó: quería ver a Franco. Verlo
doblar la esquina de la callecita de tierra, en la que, justo ahora, dos perros
se corrían, circularmente, debatiéndose un pedazo de carne que habían tirado,
para divertirse, un grupo de comensales que, mirándolos, se reían sentados
afuera de uno de los bares de la costanera, el más iluminado.
Una voluptuosidad de un azul algo más
claro que el cielo se acercaba desde el horizonte sur, anunciando lo que sería,
sin dudas, la primera lluvia de otoño. Camila las miró por un momento, pensando
en que, si se largara a llover, el regreso a casa se complicaría muchísimo, ya
que la calle se embarraría toda y, por ser sus viejas zapatillas de gamuza el
único vehículo del que disponía, se ensuciaría, cayéndose, suponía, más de una
vez.
Intentaba hacer fuerza para que no
lloviera, como quién hace fuerza para no hacerse pis encima. Sentía, en lo
íntimo de su inocencia, que ciertas cosas dependían de la voluntad; que ciertas
redes espirituales unían al Universo con ese otro universo, no menos amplio y
complejo, de nuestro interior. Por supuesto estas ideas a Franco le generaban
unas incontenibles ganas de ejercer, en cualquier lugar en el que estuvieran,
su exquisita capacidad para la burla. Algunas escenas las tenía olvidadas, pero
otras, en cambio, y más en momentos como este, permanecían grabadas en su
memoria, y salían, galopando, cada vez que volcaba un vaso con agua o tropezaba
con alguna baldosa sobresaliente. Ese pequeño momento de ridiculez, que en
tantos otros deviene en risa y, cuanto mucho, una ligera vergüenza, para Camila
se había transformado en una reminiscencia de la risa de Franco; una risa
monótona, constante, como la risa del pájaro carpintero que su mamá le hacía
mirar, muy de chica, mientras se “encargaba” de un hombre en su pieza.
Un episodio, uno de los últimos, había
sido bastante desagradable. Camila le contaba, mientras almorzaban en un
restaurante que enfrentaba al río, como el reiki había cambiado su vida.
Franco, quizás por celos, ya que el profesor parecía interesado en Camila, la
insultó, y le dijo que todas las culturas orientales que habían sido ensambladas
en la cultura occidental eran cosa para idiotas.
La situación de los perros se volvía
más y más violenta. Tanto, que fue necesario que unos adolescentes que pasaban
en bicicleta por ahí tuvieran que separarlos. En un momento, uno de ellos
pareció ser mordido, y pateó a uno de los perros, que largó un aullido,
haciendo voltear a los comensales de los bares aledaños.
Camila miraba el reloj. Sabía que
Franco no llegaría nunca. Ella llegó hasta ahí envuelta en un impulso
frenético, irracional para la superficie clara de la consciencia. Prendió un
cigarrillo, miró el paquete: sólo tres. Cuando acabara todos volvería a su
casa. Calculó no más de cuarenta y cinco minutos.
No pudo evitar pensar en Julia, y en cómo estaría berreando sin ella.
Esa necesidad la desesperaba, la irritaba. Estaba, de todas maneras, en cuidado
de su madre. Ya vieja, pero con la suficiente capacidad para cuidar a una
criatura semejante. ¿La quería? No lo sabía. Ese fruto de su cuerpo y del
cuerpo de Franco recordaba muchas cosas que eran mejor no recordar.
La lluvia comenzaba a caer. Las primeras gotas, imperceptibles para la
piel de Camila, resbalaban por las hojas de los árboles. La primera gota que ella
sintió cayó sobre su hombro izquierdo, descubierto por la musculosa blanca que,
a pesar del frío, llevaba puesta. Era una lluvia ligera, como un llanto que se
intenta contener. Los ojos claros abiertos, impresionables, vieron lo que fue
la primera de las imágenes: un caballo blanco (más blanco por el contraste
entre lo oscuro del parque donde se encontraba) corría llevando, en la boca,
una pequeña muñeca de hilo blanco, con dos bolitas negras como ojos, y un
pequeño vestido azul con puntos negros. Bastó con que Camila, asustada, pestañeara
con rapidez para que la ilusión desapareciera. Sin embargo, una extraña
sensación había quedado en ella. Algo que le había dolido hace tiempo, y que ya
no recordaba pero que estaba latente, había comenzado de nuevo a doler.
Pensó, con razón, que no debía
permanecer allí. Si estaba enloqueciendo, era mil veces mejor enloquecer en su
casa que a orillas del río. Se levantó, apoyando un pie sobre una de las
piedras minúsculas que orbitaban cerca de la que ella estaba sentada. Cuando intentó pisar la piedra
siguiente, y pegar el envión para salir del charco donde estaba rodeada, sintió
que la piedra se hundía, junto con su pie, a una viscosidad de una sustancia
negra que la convención, en ese momento olvidada, no pudo llamar “barro”.
Ya en el piso, sintió como la lluvia
apuraba su ritmo. Las gotas que parecieron, hace unos minutos, acariciar su
piel, ahora eran balas de un calibre mojado. Creo que las confundió, en algún
momento, con su llanto. Hizo fuerza para levantarse del barro, y cuando lo
hizo, la musculosa blanca que resplandecía en la noche estaba llena de manchas.
Sintió, de alguna manera, que su vientre estaba manchado. El celular y los
cigarrillos quedaron tirados en el pasto cuando comenzó a correr tropezándose
con ramas, lastimándose los tobillos como cuando era niña y jugaba a la mancha
con Diana, Perla y Eliana.
La segunda visión apareció cuando
intentó cruzar la calle. Los bares estaban, ahora, vacíos. Una inmensidad de
negrura atravesaba la calle, cubriendo la luz de los postes, las rayitas
amarillas de la calle y los pinos del bulevar. En ese líquido negro, símil
petróleo, iban nadando muñecas de su infancia, que creyó reconocer. Las mismas
muñecas que su mamá le regalaba para sus cumpleaños, pero obsoletas, y rotas.
Sin ojos, sin piernas o manos. Algunas tenían, pero muy pocas, broches incrustados
como navajas en sus cuerpos. Además de las muñecas, en el líquido también
flotaban cartas, de esas que su mamá leía cuando lloraba, o al revés.
Acorralada por la imagen en la calle
corrió para el lado contrario. El ruido del agua, los saltos de los peces, se
hacían cada vez más cercanos. Sus piernas pisaban lo que pensó que no eran
hojas.
El río pareció, al verlo, familiar y
calmo, comparado con aquel otro río. Fue imposible no tirarse.