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viernes, 30 de enero de 2015

Sangre

Todas las noches yo sangro,
y esto no debe leerse
como una metáfora.
Todas las noches yo sangro,
y en el rojo crepúsculo de mis días
cada palabra se va con cada gota.

sábado, 17 de enero de 2015

UNA NOCHE EN EL BOLICHE

El frío congelaba sus manos y, sin embargo, ella seguía sosteniendo el vaso frío de cerveza. Ambos se preguntaban, sin decírselo al otro, por qué habían decidido sentarse en una mesa de afuera, en el pleno fresco de invierno.
Clara, luego de mirar hacia adentro, seguramente a un hombre, volvió la mirada hacia los ojos de su marido y le preguntó con timidez:
-¿Hace cuanto que no salímos, Sergio?
- ¿Qué? ¿A dónde no salímos? –respondió él, medio confundido.
-Claro. Digo a bailar, a tomar algo.
-¡Pero si estamos acá, tomando algo! ¡Estamos tomando cerveza! ¿No?
-Sí, bueno –dijo Clara, y se calló.
A los segundos, con entusiasmo, exclamó:
-¡Pero yo hablo de ir al boliche! Salir, conocer la noche. Desde que vivimos acá no fuimos a ningún lugar. ¿Te das cuenta?
El bar en el que estaban comenzó a llenarse de gente. Había parejas, grupos de amigos, algún que otro viejo. A Sergio le extrañó que ya nadie usara una puta camisa. Lo hacía sentir un poco incómodo. Todos usaban esas remeras de mierda, con frases de mierda en inglés o con imágenes de playas. “Son los diseñadores gráficos” –pensó- “arruinaron el mundo”.
-Bueno, a mí me parece que a los boliches no se sale en pareja. Nadie va con su novia. Ahí se va a levantar minas. ¿Vos me dejarías ir a levantar minas?
- ¡Pero estás re loco! ¿Qué carajo me decís? ¿Estás drogado?
No. No lo estaba. Estaba sobrio desde el 2003. Ella lo sabía. Fue ella la que lo ayudó a salir de la merca. De “la noche”. Y ahora ella era quien quería volver a los boliches.
-Bueno, no sé ¿a qué querés ir a un boliche?
El lugar ya estaba lleno. Por lo menos ya cumplía la capacidad máxima que figuraba en los carteles que estaban pegados en la puerta. Igual siempre dejaban entrar gente de más. Lo seguirían haciendo hasta que, tres años después, el lugar se incendiara y la gente no pudiera salir, muriéndose de una de las peores maneras que existen, según muchos especialistas: incendiados.
-A bailar, a eso me gustaría ir. A bailar. A las mujeres nos divierte eso.
Clara fue, durante mucho tiempo, una excelente bailarina. Bailaba en teatros. Se vestía –junto a otro grupo de gente- con trajes azules, verdes o blancos. A veces le otorgaban protagónicos. Es decir, un tiempo considerable para bailar solita sobre el escenario, frente a una multitud de gente. Sergio dejó de ir a verla. Lo ponía, decía, muy nervioso. Sentía que ella podría equivocarse. Pensó, también, que él, siguiéndola con su mirada, podría ponerla nerviosa. Así que –en un supuesto acuerdo mutuo- decidieron que él no asistiría más a sus espectáculos. Meses después, uno de los escenarios de la calle Bolívar se derrumbaría. Las maderas estaban, dijeron los peritos, vencidas. Clara, junto a dos bailarines más, se rompería los ligamentos cruzados. Nunca volvió a bailar profesionalmente.
-¿Pedimos otra cerveza?- preguntó Sergio.
-Sí, pero no me estás escuchando.
-Sí, te estoy escuchando.
-No, no me estás escuchando- dijo Clara, y miró para abajo como siempre que hacía cuando se enojaba.
El mozo- un pibe de no más de veinticuatro años- les alcanzó hasta la mesa otra Quilmes fría. Le sirvió un vaso a Clara. Luego le sirvió a Sergio, que le agradeció con un gesto que muy poca gente le ha visto hacer.
-Bueno, hagamos una cosa, y nada más que porque me tenés re podrido. Si vos conseguís que alguien de acá, de este barcito de mierda, te acompañe, yo no me voy a oponer, y listo, vas al boliche.
Clara se tomó la blusa blanca, se prendió uno de los de los botones rosas que le colgaban, viejos y gastados. Por un momento no dijo nada, unos minutos en los que los dos tomaron cerveza muy despacito. Después, ella asintió, dijo “está bien” y se levantó de la mesa.
Ingresó al bar tropezándose, mareada por el alcohol. La cerveza siempre la ponía en pedo. Sobre todo cuando la tomaba con mucha espuma. Desapareció –su blusa violeta por las luces del bar se dejó de ver- cuando por fin atravesó el tumulto de gente que estaba reunido en la puerta.
Sergio se quedó solo en su mesa. Miraba, de vez en cuando, a la gente que entraba en el bar, aunque para ese momento de la noche ya era mayor cantidad la gente que salía de ahí para irse al único boliche del pueblo: “El Comanche”.
Clara salió con tres mujeres –o quizás eran cuatro, porque estaban algo dispersas- y, también, con dos hombres que, dijo, las llevarían al boliche. Le dio un beso en el cachete a Sergio, bajó unos empinados escalones de cemento, se subió al auto y se fue.  



lunes, 5 de enero de 2015

LA INUNDACIÓN

No puede ser, el video se viralizó en tan poco tiempo. Ya supera el millón de visitas, y eso que aún no pasó ni un solo mes desde que fue publicado por el usuario “Alvvert213!”. Incluso me sé la fecha de memoria: nueve de junio del dos mil doce.
Todas las mañanas entro en Youtube, selecciono el video y aprieto F5 para actualizar la página y ver si algo cambia, si el final es otro, si deja de ser- al menos por un segundo- eso que despertó en mí ambiguas emociones, las cuales pensé que ya no tenían lugar en mi carne.
Al menos, como era de esperarse, dejaron de mencionarlo en los medios de comunicación. No dicen nada. Ni siquiera en el programa de Mauro Levinsky, donde se dio a conocer, podríamos decir, nacionalmente. Donde lo vio Marta, quién después me llamaría a mí por teléfono, algo excitada, sin poder respirar, ansiosa por hacer que todo lo que tenía para decirme cupiera en una única y solitaria palabra. No lo logró, claro, y estuvo más de una hora contándome la secuencia que luego yo, apenas me pude conectar a internet, vería con una taza de café en la mano sudada.
En el comienzo del video se ve un bulto. Apenas un esbozo de sujeto. Está metido justo en el medio un gran río marrón que corre violento e indiferente. Dentro del río hay ramas, algunos autos que son arrastrados con lentitud pero con insistencia, y muchas chapas que –según Carlos, que lo vio conmigo- debían de pertenecer a unas improvisadas casas de las orillas.
A Gabriel lo conocía desde chiquito. Vivía a dos casas de la mía, y fuimos, durante mucho tiempo, junto con Marta, los únicos tres nenes del barrio. Gabriel, Marta y Verónica: los tres mosqueteros del Chaco. Nos encantaba juntar arañas y dejarlas días y semanas en frascos sin agujeros para que se murieran. También nos gustaba hacer tortas de barro y arena, y venderlas en la vereda de la calle a señoras que, por lástima, nos las cambiaban por un peso o un caramelo. Nos gustaba, recuerdo, meternos en el río. El mismo río en el que ahora, desesperado, se hundía aquello que yo no supe distinguir en un principio pero que, según la descripción del video que leí luego, era un viejecito.
Juan Ramón era un jubilado más. La crecida lo agarró, como a tantos, de sorpresa. No alcanzó a sacar los pocos muebles de su casa. Sí se llevó, tengo entendido, a su mujer y a su perro a la casa de su cuñada. Volvió unas horas más tarde para buscar cosas como la heladera, la cama, el televisor. Cosas que tenía desde siempre y que, sospechaba, de perderlas las perdería, también, para siempre.
El río ese, que hacía fuerza por llevárselo, y que él combatía sostenido de una rama, aferrado a esa rama como se aferró a su mujer y a Dios el día de la muerte de su hijo, era –entendí que era- el mismo en el que jugábamos, nosotros, los tres mosqueteros.
Gabriel, cerca de los trece años, me había declarado su amor. No lo hizo mediante cartas, como lo hacían los demás chicos de ese tiempo. No. Como todo un hombrecito, se paró frente a mí, bajo la sombra inmóvil de un ombú, y me dijo, con voz alta y segura:
-Vero, vos me gustas. ¿Querés ser mi novia?
Claro que accedí. Claro que sí. Gabriel había sido el amor con el que yo soñaba mientras dormía, mientras andaba en bicicleta, y mientras la maestra explicaba las tablas. Tenía la oportunidad de estar con él. De ser su novia. Ninguno de los dos sabía muy bien lo que eso significaba. Pero no importaba. Seguro era mejor de lo que ya éramos, y eso era, se los aseguro, decir mucho.
No pude creer, y la taza de café se cayó cuando finalmente lo creí, que Gabriel fuera aquél que, con una campera azul hermosa, cruzaba el río nadando para salvar al viejo.
Mi papá trabajó siempre de médico en los pueblos. Le gustaba ese trabajo. Le gustaba Chaco, también. Pero cuando terminé el secundario y tuve que ir a estudiar esa profesión, su profesión, la orden fue clara. O me quedaba y no era nadie. O me iba con ellos, mi familia, a Buenos Aires, y me convertía en médica. El único problema –como me duele llamarlo así ahora- era Gabriel. Separarme de él después de transitar nuestra adolescencia juntos me pareció, cuanto menos, una tragedia.
En el video, el viejo grita y agita las manos. No sabe nadar, o alguna vez lo supo y se olvidó. O tal vez sepa, pero sus brazos no son lo suficientemente fuertes para sostener, en el agua, a flote, el saco de pellejos y huesos que parece ser su cuerpo. Gabriel nada. Veo, en un momento, que tiene un salvavidas en la mano, el cual está sujetado por una soga que sostiene un grupo de hombres y mujeres en la orilla. Llega con mucho esfuerzo hasta el viejo, que se encuentra justo en la mitad del entreverado río. Logra colocarle el salvavidas. Le explica que tiene que soltarse de la rama. El viejo, quizás por única vez en su vida, confía. Se suelta. Los vecinos que sujetan la soga hacen fuerza para que el héroe y la víctima lleguen a la orilla, para que la corriente no se los lleve y sean, en la mañana del día después, dos muertos más en los diarios.
Decidí, en ese momento, lo que cualquier adolescente hubiese decido. O quizás no. Decidí irme. Decidí dejar a Gabriel, en su pueblo. En nuestro pueblo. Me fui un sábado del verano del noventa y siete. Creo que no lo despedí.
Llueve. Una lluvia cae con insistencia, apenas deja ver las escenas del video. El río parece más fuerte y más real de lo que me parecía en la infancia. La gente hace fuerza, pero no logra atraer a los dos cuerpos a la orilla. Se entiende –también por la descripción del video- que la soga que sostiene el salvavidas se está por romper. Sospecho que Gabriel lo supo, y que también supo que un hombre y un anciano eran demasiado peso. Quizás, pienso, por eso decidió soltarse.
En este video, tan reproducido ahora, se puede ver el mismísimo Aqueronte.