El libro estaba algo gastado. Era una edición de bolsillo, con la tapa
–blanda, por supuesto- doblada en las puntas. Su título rezaba “El resplandor”
y, debajo, la ilustración mostraba a un
niño como él, sólo que rubio y más delgado.
En el extremo izquierdo inferior se leía, con letras grandes y blancas:
“Stephen King”. Ese nombre lo asombraba: había aprendido en la escuela que
“king” significaba, en su íntimo español, “rey”. Esteban Rey, pensó, mientras
dos de sus dedos se deslizaban por la superficie cruzada por los relieves de
las líneas que él llamaba, en ausencia de un mejor nombre, cicatrices.
Cuantas más cicatrices tenía un libro, más veces había sido leído.
Cuantas más veces leído, mejor. Ése era el criterio con el que, en ese momento,
el pequeño César clasificaba los títulos que, después de ciertas odiseas
familiares, llegaban a su improvisada biblioteca. En ella convergían H.P
Lovecraft, Edgar Allan Poe, Phillip Dick, Horacio Quiroga, Raymond Chandler.
Todas ediciones baratas; libros que circulaban en los kioscos de las estaciones
de trenes, o que se vendían con el descuento del cupón de un periódico.
Abrió el libro. Acercó la cara para que su nariz pudiera sentir el olor
a humedad que habitaba en las páginas. No era nuevo. Seguro usado.
Leyó, con cierta solemnidad, la primera línea en voz alta:
“Alguno de los más
hermosos hoteles de temporada del mundo se hallan situados en el Estado de
Colorado, pero el que se describe en estas páginas no se basa en ninguno de
ellos”
La traducción era de una mediocridad notable. Pasarían algunos años
hasta que César supiera el suplicio al que las editoriales locales sometían a
los autores extranjeros. Lo sabría el momento en que empezó a leerlos –a medio
entender, de todas maneras- en su idioma original.
Era el año 1995. El pequeño César Hernández tenía quince años. En
Colombia, Ernesto Samper cumpliría, dentro de algunos meses, un año en la
presidencia. Las guerrillas continuaban ejerciendo su poder en varias zonas del
país, que parecía por entonces un feudo. El padre de César, Alberto Hernández
Menéndez, trabajaba en la industria textil. La explotación era moneda
corriente: en ocasiones, Alberto pasaba semanas sin salir de la fábrica. Dormía
con el resto de los “empleados” en una habitación repleta de cajas con algodón.
La mujer de Alberto, militante política, ama de casa, recordaría la situación
de su marido como “la más exacerbada muestra de la alienación laboral. Aquella
en la que el empleado debe coexistir con el material con el que trabaja hasta,
inevitablemente, confundirse con él”.
César, al escuchar estas
palabras, soñaba a su padre lastimado, pero en lugar de que de sus heridas
emergiera sangre, veía salir de ellas hilos interminables, pero de colores
limitados (azul, verde y oro, entre otros).
Cuando Alberto tenía que quedarse en la fábrica, Laurencia, su mujer,
dejaba que sus dos hijos durmieran con ella en su cama, que era por lejos la
más cómoda de la casa. Les contaba historias de la ciudad, de campesinos que se
habían ido lejos buscando algo más que tierra, café y miseria. También les
contaba cómo eran masacrados por la policía, los grupos guerrilleros y el
hambre. Laurencia jamás se cuestionó si aquellos relatos eran apropiados para
dos infantes. La educación debía ser, a su entender, lo más estricta posible.
-Los explotadores no serán blandos con nuestros hijos. No les hablarán
de caperucita roja y blancanieves. Los enviarán a las minas y los harán pagar
con sangre el precio del oro y la plata –decía, ocasionalmente, a las madres de
otros niños.
Laurencia tenía unos rulos que César había heredado. En cambio, Camila,
la menor, tenía el pelo tan lacio como su padre. Era morocha, y sus ojos grandes parecían dos
perfectos mundos simétricos. Su temprana muerte sería una gran tragedia para
todos.
Los libros que llegaban a la casa generalmente lo hacían de la mano de
Rodrigo, hermano de Laurencia. En cada visita que realizaba –generalmente en
intervalos dos o tres semanas- traía consigo un libro para César y otro para
Camila. Los dos niños crearon –con ayuda del poco padre que les quedaba- una
especie de repisa que amuraron sobre la pared de su habitación. Separaban, con
tres grisáceos ladrillos, los libros. Por tema, a veces. Cuando se aburrían por
la lluvia, volvían a clasificar su colección pero utilizando otro sistema: por
fecha, por autor, por nacionalidad. Les gustaba generar esas taxonomías,
diversas, arbitrarias, apócrifas. Incluso, en alguna oportunidad, intentaron ordenar
los libros alfabéticamente, pero por la letra inicial de cada uno de los
textos. No prosperó debido a que Camila increpó a su hermano, diciéndole que la
tarea era, además de harto inútil, aburrida.
Rodrigo compraba los libros por los colores de las tapas, ya que no
sabía leer. Luego de un tiempo, se hizo amigo del muchacho que trabaja en la
librería de la estación libertad. Él le recomendaba libros para sus sobrinos, a
los que ya les tenía el gusto algo calado.
Los hermanos leían casi siempre en la plaza. Por la noche, llevaban una
sabana que colgaban sobre la rama de algún árbol y, linterna en mano, leían
pasajes llenos de apariciones, fantasmas, monstruos. Esas lecturas, sumadas a
lo ajeno del territorio en el que se encontraban, generaban en ellos
pensamientos hostiles que lejos de disgustarles, los seducían.
Cuando se hacía tarde y el guiso estaba listo, Laurencia salía a
buscarlos al grito de “¡mocosos!” hasta que los encontraba y los llevaba a las
patadas hasta la casa.
César continuó leyendo el libro. Los gritos vencían la fina pared de su
habitación. Acostado en la cama, intentaba concentrarse. No lo conseguía.
-¡Ya te he dicho que pases cuando esté mi marido!
-(…)
-¡No me toque, cerdo! ¡Suélteme!
Cuando llegaba Don Miguel Artón, comenzaba la orquesta de gritos e
insultos. Luego de unos minutos: el silencio. El cobrador se llevaba a
Laurencia, y la devolvía a la casa luego de dos horas. Deprimida, humillada,
furiosa.
César aceptaba la violación de su madre como uno más de los trámites
burocráticos de su pobreza. Cuando la escuchaba volver –por la noche- y
encerrarse en su habitación, le llevaba un vaso de cerveza y unos cigarrillos
que, con paciencia china, había armado minutos antes.
Laurencia le acariciaba el pelo y lo obligaba a volver a hacer lo que
fuera que estuviese haciendo.
Esa noche, Don Miguel Artón no se llevó a Laurencia. Lo estuvo por hacer
pero, unos segundos antes de sacarla tomada del cuello por la puerta, llegó el
destino. Llegó Camila.
Apenas con doce años, Camila tenía un cuerpo ya formado. La feminidad de
su figura ganaba el terreno del cuerpo a la progresivamente abandonada niñez. Miguel
la vió, se paró frente a ella. La tomó del brazo y se la llevó en su camioneta
roja y gris. Laurencia lo persiguió corriendo, gritándole que a su hija no, que
la llevara a ella. Pero:
La vejez.
La vejez le impidió seguir corriendo, y cayó de rodillas en la calle de
tierra. Apoyó la cara contra el suelo, y las lágrimas se fundieron con el
polvillo para formar un barro que, al momento en que la encontraron los
vecinos, ya le ocultaba la mayor parte de la cara.
Artón no volvió a cobrar la renta. Pero envió a sus empleados para
desalojar a la familia Hernández. Laurencia llevaba, por ese entonces una
campaña de búsqueda para encontrar a su hija y al monstruo que, de seguro,
azotaba su existencia. Las autoridades locales –tanto gubernamentales como de
las otras- poco hicieron. Por desidia, por inutilidad, por complicidad.
Alberto, el más afectado por la situación, había dejado de ir a
trabajar. En la fábrica no entendían de sentimentalismos y, por eso, lo
echaron. Sobrevivían con las bolsas de harina que llevaba Rodrigo, cada vez con
más asiduidad.
En los medios, la foto de Camila figuró por algunas semanas, hasta que
dejó de ser noticia por una gran pelea de narcotraficantes en la que resultaron
heridos más de doce inocentes.
Esa foto, la que circuló por un tiempo en los noticiosos, mostraba a
Camila con sus dos ojos oscuros mirando fijamente a la cámara, y a su padre,
quién había sacado la foto en su último cumpleaños. En el pelo, una corona de
cartulina la vestía de reina.
El pequeño César no habló por dos años. Estuvo en tratamiento psiquiátrico,
pagado obviamente por el Estado. Según su psiquiatra, en las sesiones lograba
esbozar algunos monosílabos; por supuesto, insuficientes para rotular a un
adolescente como “sano”.
Con la desaparición de Camila –aquella que luego, en algunos años, decantaría
en muerte- las pesadillas aisladas de cualquier niño que visitaban a César
comenzaron a hacerse recurrentes y rutinarias.
En ellas, manchas amorfas transmutaban en figuras familiares –ahora
olvidadas- y perseguían al niño entre campos de trigo iluminados por una luz
solar celeste que, lejos de iluminar, parecía oscurecer. En otras, murciélagos
negros se posaban en las rodillas de sus compañeros y, poco a poco, los
infectaban de una sustancia viscosa y verde que los dejaba totalmente inmovilizados.
El ápice de aquel estado –tan adverso como natural para el adolescente-
llegó cuando César dejó de precisar en qué momento se encontraba en un sueño y
en qué momento se encontraba en la vigilia. A su vez, estos momentos de
ambigüedad se volvían más confusos cuando el niño se duchaba.
Podemos inferir que no existía tal diferencia y que alucinaciones
aquejaban al adolescente tanto en el día como en la noche.
Con nadie hablaba de ellas. En la escuela solo se limitaba a escuchar al
profesor, garabateando algunos apuntes en su carpeta. Visitando la biblioteca
para leer libros de química, física y astronomía.
Su vida social se volvió inexistente. De vez en cuando asistía a algún
cumpleaños. Más por una tenue resignación que por interés. Se había
acostumbrado a pensar a los demás como una mera circunstancia.
Laurencia, que yacía al igual de quienes esperan la muerte, no podía
seguir haciéndose cargo de su hijo. Alberto, ocupado en su nuevo trabajo como agricultor,
tampoco poseía el tiempo y la fuerza necesaria para la crianza de un
adolescente.
Con el escaso raciocinio que aún guardaba su espíritu, Laurencia pensó
que, además, era perjudicial para su hijo –y para cualquier otro, pero el
posesivo su agravaba la situación-
vivir en una casa pintada con los colores de la tristeza y la fatalidad. Por
eso decidió –una vez comunicada la noticia a su esposo- enviarlo a vivir con
Víctor. Su hermano: el tío de César.
Hicieron una gran comida para notificarle el futuro próximo que
aguardaba. Invitaron a esa comida a Víctor, el benefactor, y a César, el beneficiario;
también invitaron –como en todas las cenas- al espíritu ausente pero –oh, la
esperanza humana- vivo de Camila, la hija menor, la desaparecida. Todos
estuvieron de acuerdo.
Víctor: con el entusiasmo y la expectativa de las almas nobles y
caritativas.
César: con la ya característica resignación con la que tomaba las cosas.
Laurencia y Alberto: con el alivio de no tener que soportar, además de
su tristeza, la de su hijo varón.
Camila
(o su espíritu): con el silencio.
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