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jueves, 28 de agosto de 2014

DIEZ POEMAS ESCRITOS EN EL COLECTIVO




PRÓLOGO





La sucesión de poemas
que ustedes leerán
-o no-
fue escrita en una pequeña
libreta azul.
Pero eso a ustedes
qué les importa.


  


I





Quiero publicar un libro
de poemas. Y quiero que lo lean
en los bancos de las plazas
y en los asientos de los colectivos
que viajan dentro de la provincia.
Quiero que no lo entiendan
y que se lo regalen a alguien
que no lo necesite.




II





Juan Ignacio ganó un premio
de poesía. Otorgó ese reconocimiento
la sociedad de no cuales escritores
ya jubilados.
No es un buen poema, pero
eso no importa, ya que la experiencia
nos demuestra
que ninguno lo es.

  


  


III




  

El campo es ese terreno
de la no experiencia y el vacío,
el desierto de significado
directo del corazón del horizonte.
Dios nos salve de la llanura,
Y nos proteja del olvido.




  
IV







Una chica sube al colectivo
y de un golpe apresurado
-casi frenético-
Se saca la capucha y sus pelos negros
por un instante
le envuelven la cara,
como si fueran los tentáculos
de algún molusco.








V





Miro por la ventana y pienso:
aún el colectivo es
el mejor lugar para escribir.
Veo un número
Indefinido de vacas
y sus colores me recuerdan
a los crayones de la infancia.
Ahora atravesamos un río
que nos envuelve de flores amarillas. Y el asfalto
ya no es más que una ruta
de barro y de lluvia
en la cual espero no morir.
  





VI





Yo era poeta
antes del fuego
del trémulo verso
y del pavor de crear.







VII





De tanto para ver
  no vimos nada.
No surcamos la sombra
de los muelles,
de la muerte donde aflora
el cúmulo materno.
Somos pobres y estamos ciegos.
No vemos que los pájaros anidan
en sus nidos de tarde
Y fiebre.




VIII







Canción de oro:
Roja la sangre
del sol en el crepúsculo.
Roja la sangre
de la espina.




IX






Desesperación:
cumbre del llanto
en el que el silencio
deja su callada voz
olvidada.






X




Un pájaro se convierte
En la madera de una cruz
Posa sobre mis dientes
Y enciende mi llanto.
Que aplasta
Los meses, los años
de los maestros que
han sido
profanados
(Dios los tenga en la gloria)
Los desenterramos
 La tierra, sabemos
Ya es una forma,
Del olvido.















jueves, 14 de agosto de 2014

Poema de antología

A veces pienso: me hubiera gustado
haber escrito un poema como esos
poemas
escritos en la noche
-brumosa o blanca o estrellada
noche-
por un autor de la Historia de la Literatura
-esos que tienen una foto y un pie de foto en alguna antología
y pertenecen ya a movimientos
vencidos o perennes quiensabe-.
Pienso que me hubiera gustado haber sufrido
un embargo de niñez
un asalto de desamor o de amor o cualquier cosa
pero no,
no esta
acidez en el pecho,
angustia dilatada
en días y días inacabados
que parecen no comenzar
nunca.
La obligación a la felicidad
no es nada, les digo, nada feliz.
Para hacer un verso
uno bueno de esos que quedan
en la memoria y en los labios y en los trabajos prácticos
de tres chicas que salen de la escuela con escocesas
o de dos o tres profesores
de Universidades Estatales
necesitaría
una gillete rozándome el alma
lamiéndome las rodillas y las piernas
enfureciendo el silencio de la casa
revolviendo las estanterías rotas
y los cajones con las bombachas
y corpiños de las nenas.
O ver, acaso, una foto de un 
hombre ahorcado por desdicha,
o por dicha, o por dinero
o por deuda o por juego
o por libros y cine.
(La cultura nos ahorca desde temprano
-nuestra eterna madre cultura-).
¡Quién volvería a las Letras
después de haber sentido el sabor del mate amargo
la suciedad de la grasa en la ropa
del trabajo.


martes, 12 de agosto de 2014

VIDENTE

La primera fue una chica rubiecita, de no más de diecinueve años, con cara de concheta. No llegó sola; entró con una amiga algo más flaca y de nariz aguileña. Usaban las mismas botas de cuero marrón. Un chico las esperó un rato afuera, sentado en una moto verde agua. Cada tanto miraba para adentro. Alzaba el cuello como si fuera una tortuga o una jirafa de las sabanas africanas. Supongo que el aviso de la radio había sido demasiado oscuro, despertando en los oyentes, en igual medida, curiosidad y miedo.
Yo, en verdad, siempre quise ser escritor. Lo había intentado sin suerte, y el oficio de escritor es un oficio que requiere exageradamente de la suerte. Y, además, del talento, así que ni hablar. En dos o tres concursos provinciales fueron elegidos, entre los diez primeros, algunos cuentos míos. No alcanza para acceder al mundo literario, menos para vivir de él. Pero algo tenía que hacer o, como diría mi vieja, de algo debía que vivir. Tenía, por ese entonces, veinticinco años y nunca había conocido un trabajo fijo. Pensaba en eso, sentado, apoyadando la espalda en la humedad de una pared de un monoblock, sobre un grafiti que decía “yegua hija de puta”, cuando apareció Juan Carlos, o Juanca, para los amigos. Altísimo, parecía una torre con rulos. El agujero en su dentadura –producto de la ausencia de un colmillo- relucía desde lejos. Me saludó con una patada en la zapatilla izquierda, una patada amistosa, y se sentó. Le conté mi problema, mientras le convidaba cerveza en lata, media caliente por el sol de verano, que no perdona a las cervezas. Me dijo, Juanca, con la caradurez que lo caracteriza:
-¿Che, y si te hacés adivino? Necesitás plata, y yo tengo un amigo que me contó que su primo es escritor y escribe los horóscopos de “Primicia” para comer. De los diarios olvidate, están todos llenos, pero, con la capacidad para inventar historias que tenés, de adivino te iría bárbaro.
-¿Adivino? Con eso no ganás plata. Además nadie va a esas cosas.- refuté.
-Sí, ¿cómo qué no? Mi vieja iba a uno que se murió, y le cobraba un dineral. Le decían Solinsky, el viejo. O el sabio, o el adivino. No sé. Le leía el pasado, y después el futuro. La gente paga por ver a un tipo adivinando tu pasado, piensan que así lo podrán entender mejor. La idea es que primero sea a voluntad, hasta hacerte una clientela. Después ponemos una tarifa fija. Yo te ayudo, dale, boludo.
La chica rubia miraba, con unos ojos negros que contrastaban con su piel, que parecía harina, las cartas que tenía en la mesa y que le iba señalando de a poco. Tenía la boca semiabierta, y su respiración agitada me ponía algo nervioso. Un escote no dejaba ver mucho, porque no había mucho, en realidad, para ver.
Lo primero que tuvimos que hacer fue conseguir un lugar. Juanca llamó a César, su tío de Arrecifes. Nos consiguió un galponcito en la calle Rivadavia. Pero el precio fue caro: tuvimos que mentirle, diciéndole que estábamos por abrir un taller de chapa y pintura. Nos dio la llave del galpón, que lo tenía desde su adolescencia, y nos dijo que lo único que nos pedía era que en diez meses lo desocupáramos. Diez meses era mucho tiempo, y esperábamos que fuera, también, mucha plata.
La ambientación fue un proceso que realizamos observando los detalles más insignificantes de las películas de terror que tenía en mi colección de descargas de Ares. Compramos cortinas bordó que se cerraban sobre la pequeña ventana –la única ventana- que tenía el galpón. Esas cortinas eran casi innecesarias, porque el lugar ya era de por sí demasiado oscuro. Todo el estado miserable del galpón ayudaba. Las telarañas, la humedad trepándose por las paredes y dibujando figuras en ella, los restos de vidrio de botellas rotas en el suelo, los huecos por los que se escapaban las hormigas. No sabía, no sé, porque pensamos que el oficio del adivino debe ser un oficio sucio. Pero así lo fue.
Lo primero que adiviné fue su nombre: Alejandra. Me miraba como deben mirarlo a Dios, con una mezcla de incredulidad y de inevitable fe. Cada vez que acertaba en algo (un novio, una fiebre, una mascota o una fiesta) apretaba con la delgadez de su mano un pañuelo que llevaba en el cuello, con dibujitos infantiles, que creo eran caballos. Miraba a su amiga que, parada a unos pasos de mi mesa, se mordía el borde de los dedos. No lo podía creer. Yo tampoco. No sabía cómo las historias que le inventaba a esa muchacha totalmente desconocida para mí se volvían realidades sólidas como la más sólida piedra para ella. En un momento pensé que, en lugar de estar adivinando su pasado, se lo estaba creando.
Tal vez, pienso ahora, había cierta complicidad de su parte. Tal vez ella estaba adivinando mi ineptitud, burlándose de ella, asintiendo con exageración –muy bien actuada- ante cada enunciado que yo hacía.
Lo primero, en este mundo, es la publicidad. Grabamos un pequeño spot que llevamos a tres radios de la ciudad: Conejera, Averno y Rayo. Nos prometieron que, a cambio de cien pesos, pasarían la publicidad tres veces por día. Eso sí: el horario en que se emitieran lo establecerían ellos. Aceptamos, claro. No había otra manera. La publicidad, aún la tengo, si la escucho ahora me avergüenza. Unos violines nos servían de música de fondo, y mi voz, ronca, intentaba imitar la de Vincent Price.
Juan Carlos le dio, antes de que Alejandra entrara, una gorra. Ella puso, generosamente, ciento cincuenta pesos. Juan Carlos disimuló su sorpresa y asintió con un gesto cortés.
Ahora ella estaba frente a mí, contándome la historia de su vida con sus ojos negros como dos granos de café. Su madre había muerto cuando era apenas un infante, no supe precisar la edad. Su padre, la violó. No sé cómo pude decirle eso. Sé que vi a su amiga volver la cabeza hacia la ventana por la vergüenza. Ella me miró con enojo, pero asintió. Sentí que me culpaba de aquellas cosas que yo le decía. Como si la razón por la que hubiera sucedido su vida fuera esta sesión que estábamos manteniendo. Su último novio, Ezequiel, era un transa. Vendía droga a las clases altas, en fiestas caras. Lo habían matado de un balazo. Ella estaba triste, pensé que era mejor terminar.
Se fue, dándome las gracias. Ni siquiera tuve que leerle el futuro. Sólo le dije que se cuidara, que intentara crear mejores vínculos, y señalé hacia afuera, creyendo que el muchacho de la moto aún estaba ahí. Ella sonrió y se fue. 

martes, 5 de agosto de 2014

LA VOZ

No supe cuánto me gustaba la voz de las mujeres hasta que oí esa voz. No entendí, hasta ese momento, todo lo que la voz femenina significa en la vida de un hombre. Ahora disfruto, como perverso, los matices y colores de las voces de las señoras mayores que dialogan en la calle; las de las chicas que caminan chusmeando sus secretos amores; la de mi mamá cuando me despierta a la mañana. Incluso la de nuestra presidenta en sus conferencias de prensa. Había vencido, por fin, la tiranía de la imagen.
Tengo que decir, porque es verdad, que aquello que me trastornó no lo hizo primero como una voz, sino como un texto.
Un ruido preestablecido –elegido por mí- y una lucecita violeta, frenéticamente bailarina, anunció la llegada del mensaje. Lo abrí, con la desidia de quien creé que se va a reencontrar con la promoción de un automóvil o de un paquete de llamadas ilimitadas.
“Hola.”
Sólo eso decía el mensaje, que llegaba desde un número que no conocía, y que no transcribiré para no importunar a nadie. Para no importunar, incluso, su memoria.
Contesté, rápidamente. Lo primero que quise saber fue quien era. Supe que era mujer, por su manera de escribir.
Me contestaba con vueltas, tantas que en algún momento pensé que estaba equivocada de número. Le escribí mi nombre y la inicial de mi apellido –no me atreví a escribirlo completo- para que supiera que en realidad no era yo la persona a la cual que quería acosar.
Ya sé quien sos, tontito” me contestó. Me dejó helado. Opté por mi arma secreta, mi arma mortal: el recién surgente histeriquismo masculino
Bueno, a mi me aburre no saber quien sos. Así que hasta que no me lo digas no te voy a contestar”.
La respuesta que recibí me excitó, porque pensé que no podría existir sintaxis más femenina que esa: “te llamo, si queres, así no te enojas”.
Acepté la llamada de esa desconocida a las dos de la madrugada. Me dormí esperando su llamado, que ocurrió a las diez de la mañana, mientras yo caminaba hasta la oficina, pensando en lo irreal de la situación de la noche anterior, esa irrealidad que deben sentir las madres pariendo, observando como una criatura sale de su cuerpo, ensangrentada y berreando.
El sol comenzaba a calentar lo poco que puede calentar un sol en invierno.
Recuerdo que me vibró el celular en el bolsillo, me quité los auriculares blancos y atendí. El frío de la pantalla en la oreja me dio un escalofrío.
-¿Hola?- dije sin poder disimular mi entusiasmo.
Lo que escuché es algo que no voy a escribir. No lo voy a escribir porque no se puede escribir. Porque hay palabras, mejor dicho, porque hay frases que solo tienen sentido en su sonoridad. La voz de esa mujer es inenarrable. Solo puedo decir que yo, aficionado a la música, no había escuchado música mejor hasta ese momento. Hasta oír esa voz, que susurraba desde un lugar desconocido; una voz sin nombre, sin edad, sin tiempo ni espacio concebible. Una voz que solo era música, que buscaba agradar sin condescender. Que parecía masticar las sílabas como un chicle. Un movimiento de lengua, el abrir y cerrar de los labios, el golpe de la saliva sobre el micrófono del teléfono. La vibración de las cuerdas de un cuello seguramente hermoso. La gravedad de una voz atemorizada por algo, pero tranquila. Tranquila como la persona que sabe que se va a morir, pero que no le importa.
No sé lo que me dijo, pero sé que me gustó y me perturbó al mismo tiempo.
De pronto, cortó. Pasé los treinta minutos posteriores a esa conversación intentando llamarla. Otros treinta, pensando en su voz. Otros treinta, conjeturando razones por las cuales pudiera haberme cortado. Todas me parecían fatales y siniestras.
No recuerdo haber dicho nada en esa conversación. Solo algún balbuceo y uno que otro monosílabo. Lamento no haberlo hecho, me puteo mil veces por no haberlo hecho, ya que fue la única vez que escuché su voz.
Los mensajes siguieron por un tiempo. Me dijo que me conocía, de vista, pero que me conocía. Que yo le gustaba y que quería conocerme. Acepté, como si no tuviera ya dignidad.
La plaza en la que nos íbamos a encontrar me aniñaba. Sentía que volvía a tener catorce años, entre tantos juegos de niños y tantos recuerdos de adolescente con mis primeras noviecitas. Pensé, igual, que estaba bien el lugar, que no podría haber elegido lugar mejor. Los árboles, plantados en los contornos de la plaza, la envolvían de un verde que, aún en invierno, parecía vivaz. El cielo, como un círculo cerrado sobre mi cabeza, estaba más celeste que nunca. Ni una sola nube anunciando su presencia. Los mismos árboles dibujaban en la tierra sombras que, durante algún tiempo de mi infancia, me habían servido para imaginar las más diversas historias.
Me senté en un banco de piedra, frío como la nieve. Prendí un cigarrillo para que el tiempo pasara más rápido, para que los minutos que me alejaban de aquella hermosa voz se acortaran. No funcionó, el humo celeste del cigarro, casi fantasmagórico, dilataba más el tiempo.
Cuando oscureció volví a casa, vencido por la vergüenza y el enojo. Traté, mientras caminaba, de consolarme con la idea de que quizás era mejor no verla. La idea solo me convenció hasta llegar a casa. Ni bien me acosté en mi casa la llamé. Una voz espectral, mecánica, me habló: “El número solicitado se encuentra fuera de servicio”.
No creo que exista, en este mundo, algo más difícil de escuchar.

viernes, 1 de agosto de 2014

ROPA VIEJA


A Verónica la conocemos como la Vero. Nunca supe su nombre de nacimiento que, por supuesto, no era ni Verónica ni el apócope “Vero”. Una vez mi viejo me dijo que antes, allá en la infancia, la llamaban Pedro; otro amigo me dijo que le habían puesto “Carlos”, en homenaje a uno de sus tíos, un carnicero que luego fue preso por pirata del asfalto. No creo que tenga importancia, igual, ya que nadie la llama ahora con otro nombre que no sea el que todos conocemos.
Vero es pelirroja y viaja en moto; un ciclomotor pequeño y con la pintura verde gastada. Los rulos vuelan al viento como la capa de uno de esos superhéroes de Marvel. Su espalda ancha ha cargado –lo sé porque lo he visto- garrafas de las más grandes. Tiene una nariz grande que apunta para abajo, formando una medialuna con su mentón sobresaliente.
Nadie se burla ya de ella. Se ganó, con esfuerzo, una identidad en el pueblo.
Cuando Karina me contó lo que hacía la Vero me dio un poco de gracia. No sentí la indignación que ella esperaba que sintiera.
La cuestión es que esta mujer se ganaba la vida haciendo línea. Supongo que, entre otras cosas, se ganaba la vida haciendo línea. Karina, Kari como le decimos en la oficina, me lo contó. Yo, ignorante como soy, no entendí de qué me estaba hablando.
-Ay, Diego. ¡Hacer línea! ¿No sabes lo que es eso?
No. No sabía. Soy un tipo al que lo catalogan con “poca calle”. La verdad es que nunca entendí quién tiene calle, o por qué la tiene.
-Un poco más de viveza –prosiguió Kari- por favor. Hacer línea es cuando yo, por ejemplo, cruzo el tapial de tu casa, de noche, y te robo la ropa que tenés colgada, secándose, y luego la vendo. Robaban en pocas cantidades, claro, para que uno no se diera cuenta. Un corpiño, un par de medias, una chabomba, una remera, un saquito. Es un trabajo de locos, en verdad.
La imagen me dio risa. Me imaginé a aquella mujer pelirroja, de espalda ancha, alta como ninguna otra, trepándose a tapiales y saltando alambrados. Me la imaginé con una bombacha en la mano, corriendo, apresurada por los ladridos de algún que otro perro.
-¿Pero qué? ¿Iba sola? –pregunté.
-No, no. Mirá, siempre la acompañaba Gerardo, el marido. O el novio, porque en realidad Vero nunca se casó, vos viste. No se puede casar; incluso si pudiera gastaría una fortuna en el vestido, con ese cuerpo.
La imagen era más graciosa aún, con ese flaco nervioso de Gerardo, peinado para atrás, con las sienes completamente rapadas. Me lo imaginaba haciendo de campana en un patio oscuro, pisando mierda de perro y puteando por haberse manchado los borceguíes nuevos. Su mujer chistándolo, diciéndole que se callara, que era un inútil y que no servía ni para espiar.
-Eso sí –dijo Kari mientras se levantaba para cambiarle la yerba al mate, volcando toda la yerba mojada en el tachito de basura- una vez que tenían la ropa, la tenían que ir a vender a Salto o a Pergamino. No vaya a ser cosa que uno le comprara su propia ropa a esta turra.
Se río, mientras yo terminaba el paquete de bizcochitos “Don Satur” que habían dejado del día anterior.
Pensé que si comprara mi ropa no sabría reconocerla como propia. ¿Quedaría algún olor, alguna mancha que sirviera como símbolo de identidad? El mundo está tan globalizado que hasta nuestras ropas se parecen en su heterogeneidad. No necesitan ser uniformes para ser uni-formes.
Como adivinándome el pensamiento, Kari me contó que una vez alguien la descubrió. La vieja Teresa, dueña del almacén de la avenida Carrión, estaba de visita en Pergamino, donde vivían sus primas, y ellas la llevaron a un lugar donde se vendía ropa a un precio de locos. Teresa fue, encantada con la idea de ahorrarse en la ropa lo que había gastado en el viaje.
La feria estaba lejos del centro, en un barrio periférico y más aburrido que sórdido. Las carpas formaban un semicírculo, por el que desfilaba gente de todas las clases sociales. El culto a lo barato y al ahorro, en este país, es universal. La feria parecía patrocinada por alguna secretaría de la Municipalidad de Pergamino, le había dicho Teresa a Kari, argumentando que había visto dos o tres carteles con el logo característico.
Hizo un breve recorrido por el lugar. La ropa era inclasificable. Toda taxonomía era truncada por su variedad de colores, de telas, de diseños, de talles. Las caras que allí se veían, lo mismo. Teresa estaba contenta. Cuando llegó a la carpa de la Vero y su novio, y otra mujer que no supo reconocer y que tenía ojos claros como vidrio, vio una prenda que lucía, en el lugar del corazón, una mancha rosa clara. Esa mancha, en esa prenda, disparó su memoria.
Teresa, meses atrás, había ido al solidario bailable, y un borracho que danzaba desaforadamente levantando y agitando un vaso de plástico con vino al ritmo de una cumbia, la molestaba. En un momento, algunas gotas de vino cayeron sobre su vestido celeste (celeste patria, decía ella), dejándole una mancha como la que en ese momento estaba viendo.
No existe, en este mundo, tanta coincidencia.
 La pelea fue difícil. Teresa le gritó barbaridades a Verónica, hasta que ésta se hartó y le revoleó el vestido, que Teresa no supo atajar y que cayó en el pasto seco del predio.
-Yo me cagó en el vestido, pero vos sos una chorra. Y nosotros que pensábamos que habían sido los perros de Tito, hija de puta.
Vero no contestó. Por decencia, por corrección, por vergüenza, Teresa desistió de la pelea. Era inútil, además. Se fue enfurecida con sus primas, que no le creyeron la historia.
-Vos sabés, Diego, que desde ese día no faltó una prenda más en la línea de nadie- me dijo Kari, mientras me pasaba un mate recién ensillado pero frío.