Eduardo subió con esfuerzo la última bolsa -cubierta de un polvillo
amarillo y molesto- al camión, que ya estaba en marcha. Se secó la frente
transpirada, con la manga del buso, sintiendo, al tiempo que lo hacía, esa
satisfacción que lo asaltaba durante el crepúsculo, aquel momento en que el
trabajo estaba terminado y ya presentía el sabor del mate amargo, cebado por
marta, al recibirlo. Creía que eso era el amor: un mate bien cebado en el
declinar de las horas.
Subió al camión, en el que esperaba comiendo algunos bizcochos,
Carlitos. Todo un ropero humano, el viejo Carlitos.
-Trescientas bolsas en una tarde. Todo un logro, eh, Carlitos- le dijo
Eduardo al subir de un salto, mientras cerraba con un golpazo la puerta,
pesada, del vehículo.
Carlitos no contestó. Se limitó a responder con un tímido movimiento
de cabeza. Era de poco hablar, prendía la radio y parecía contestar con las
diferentes letras de esas cumbias y chacareras.
El camión arracó. Se balanceaba de un lado a otro, por la
irregularidad del camino.
Una distracción –minúsculo descuido en la eternidad estéril del
tiempo- hizo que todo el trabajo de una tarde se corrompiera.
Carlitos no vio un pozo, bastante grande, bastante visible. Cuando lo pisaron, el movimiento seco, hizo
que las bolsas de harina, recientemente acomodadas por Eduardo, cayeran como el
llanto de un nene ante un golpe de rodilla.
Desparramándose, la harina cubrió la calle, como si fuera la nieve que
nunca cayó en el pueblo.
Eduardo bajó del camión y caminó, con pasos cortos y frenéticos, hasta
su casa. Olvidándose, por el pequeño lapso que le llevó recorrer ese trayecto,
del trabajo.