Horacio abrió los ojos desorbitados, como habiéndose
despertado de una fatigosa pesadilla. Buscó, sobre la mesa de luz, la hora que
titilaba números rojos en el despertador. Temía haberse dormido, por eso el
alivio que sintió al ver que lo había hecho por sólo diez minutos: eran apenas las
seis y diez.
Se levantó con ensayada delicadeza de la cama, tratando
de no mover ni un centímetro a Claudia, que dormía aniñada y le quedaban
algunas horas más de sueño por disfrutar. No parecía la misma mujer con la que
había discutido en la noche; ella ahora, callada, cálida y dormida, se veía
hermosa. La habitación estaba más oscura que de costumbre; seguro se debía a
esas cortinas azules que ella había comprado ayer, y que no dejaban traslucir
una sola partícula de luz, sobre todo en la mañana, cuando el sol no posaba
directamente frente a la habitación. Eran- en rigor- horribles, pero a ella le
gustaban, qué tanto.
En la ducha, Horacio comenzó a preocuparse por el
presentismo. Había llegado tarde a la oficina una única vez, cinco años atrás,
por el nacimiento de su hijo Marcos. Esa había sido razón suficiente para el
jefe, totalmente justificada, pero haberse quedado dormido diez minutos por
cansancio era una excusa que ningún empleador
en el mundo podría entender. Temió que por su impuntualidad le descontaran una
porción del sueldo, que de por sí ya era bastante miserable, entonces sacrificó
el desayunó para recuperar los diez minutos perdidos, y salió con la corbata
aún sin atar para el garaje.
Terminó de encender el auto cuando un temblor le asaltó
las manos al recordar que no había concluido un proyecto de financiamiento. Se
le había escapado, y eso nunca le pasaba. La culpa que sintió fue tan sincera,
tan cercana, que se paralizó dentro del auto encendido por lo que parecieron
exagerados minutos, mezclada la angustia que estrujaba su pecho con el ruido monótono
del motor. El grito de uno de los empleados que andaba por ahí juntando la
basura de las casas lo llevó de nuevo a la realidad, y rajó sin despegar el pie
del acelerador.
Era muy tarde, por lo que Horacio tomó una calle paralela
a la avenida que transitaba usualmente. No recordaba haber tomado jamás esa
calle, y ni siquiera creía haber sabido alguna vez de su existencia.
No había avanzado muchos kilómetros por la calle
desconocida cuando vio una ligero mancha en el asfalto, que adquiría volumen a
medida que se le acercaba. Bajó vencido por la curiosidad, y notó que la mancha
era en verdad una bolsa negra, algo rota, solitaria en el medio de la calle.
Con atrevimiento y lentitud la abrió, y se encontró con
el cadáver.
Vestía de traje verde, y su cara estaba totalmente
envuelta en sangre, ocultando la mayoría de sus rasgos; sólo se veían dos ojos
cerrados, que, de no ser por ellos, Horacio hubiera pensado que el muchacho había
sido víctima de una muerte violenta. Nunca había visto uno antes, pero ese
extravagante encuentro no lo aterró más que la idea de que alguien lo descubriera
parado ahí y pensara – equivocadamente, claro- que la vida de ese joven ahora
frío había sido arrancada por él. Tomó, entonces, la apresurada decisión de
cargar el muerto en el baúl del auto e irse lo más rápido posible del lugar.
Durante los primeros metros hechos, la tranquilidad de no
encontrarse más en ese lugar, sólo y con un cadáver, le provocó un sentimiento que
lo obligó a agradecer a la Providencia. Pero, luego, cayó en la cuenta de que
tenía que ir al trabajo, y que cargar ese muerto en el auto no había sido tan
inteligente. Pensó en tirarlo, abandonado, en algún lugar de la banquina, pero
advirtió que sería muy peligroso, ya que requería de una ligereza y unos
métodos que desconocía. Además, estaba todo ese asunto de las huellas digitales,
que –aunque él no supiera como funcionara- seguro servirían de atroz atajo para
justificar su encierro.
Quiso llamar a su jefe, pero llamarlo para excusarse con
que tenía un cadáver en el auto podría levantar alguna sospecha, así que se
dijo para sí mismo, y casi gritando, como para convencerse:
-Qué me importa a mí, este cadáver sucio y anónimo. Tengo
que ir a trabajar, porque yo todavía tengo una vida que mantener, y una mujer,
y un hijo, y unas cortinas horribles y azules. ¡Que se vaya al carajo, me lo llevo
nomás!
La efusividad fue disminuyendo a medida que se acercaba
al edificio. Cuando ya estaba a unas cuadras, dudó en dejar el auto en el
estacionamiento, porque le saldría cinco pesos que no pensaba gastar, pero
dejarlo en el medio de la calle con semejante copiloto podría traerle algún problema. Entró, pagó su lugar,
y se fue caminando la media cuadra que le restaba para llegar a la oficina.
Como había llegado veinte minutos tarde intentó evitar el
inevitable encuentro con su jefe. Cuando lo vio asomándose por un pasillo,
quiso ensayar una huída, pero no resultó.
-¿Dónde cree que va, Gómez?
-A ningún lado en particular, Señor. (Sonó así, con S
mayúscula).
-¿Está usted bien? Pareciera que acaba de ver a un
muerto.
-¿¡Qué muerto!?
-¿Cómo que muerto?
-Nada, Señor. (Otra vez sonó así).
-Bueno. ¿Entonces terminó los proyectos de
financiamiento?
-Sí, pero me los olvidé en el auto, Señor.
-Vaya a buscarlos, che. Que se piensa, que esto es una
joda.
-No, Señor. Ya voy, Señor.
En un par de horas, Horacio ya creía ser mirado por las
aristas más inquisidoras de sus compañeros. Claro que sentía que ellos sabían
la verdad (la ahora inocultable e irremediable e ineludible verdad): la verdad
que revelaba que no había terminado sus proyectos. Intentó ocultarla
practicando algunas sonrisas que pecaban de hipócritas, preguntándole a los
“muchachos” (entre ellos se llamaban así) por los paridos de fútbol que se
jugaban todos los miércoles y a los que él, de manera militantemente
antipática, no asistía. Ellos le contestaban con una brevedad cortante, que sí,
que gano tal, que atajó tal, y los goles los hicieron Rodríguez, y Carusso, y
Gómez (no él, sino otro). Cuando pensó que el ambiente ya estaba amable le
preguntó a Carrasco si lo podría suplantar unos segundos en su oficina, que él
iba hasta el auto a buscar unos proyectos. Carrasco aceptó con más resignación
que amabilidad.
Horacio corrió hasta el estacionamiento. No sabía por qué
carajo corría, pero alguna fuerza ininteligible para él lo obligaba a correr
hasta allá. Cuando llegó, los proyectos no estaban, pero esa no fue la
sorpresa, ya que él sabía que no los tenía. La sorpresa fue, atroz fue, enorme
fue, cuando descubrió que el cadáver ya no estaba. Buscó por todos los lugares
posibles: en el baúl, en el motor, debajo de los asientos, en la guantera. Pero
el cadáver no estaba. La duda que zarpó su limitada mente fue harto previsible:
¿habría existido el cadáver en verdad? Habría jurado que sí, si no fuera porque
ahora su ausencia invalidaba ese juramento. Hubiera jurado que sí porque había
sentido su olor, había tocado su piel, que incluso se había desintegrado en sus
manos y en su corbata. “Quizás –pensó- así es mejor. Y la Divinidad me ha
librado de tan problemático paquete; quizá debo dar las gracias”. La sensación
de alivio cesó cuando, inevitablemente, creció en sus sesos la intranquilidad. Cualquiera
de nosotros puede conjeturar que la prueba de un acto que acometimos equivocada
o canallescamente es más maleable cuando se la tiene en las manos, cuando se
posee. Cuando esa prueba la tiene un otro,
el asunto puede volverse más serio. Además de esa intranquilidad, Horacio
sintió, tal vez, algo de celos: él lo había encontrado, no tenían derecho a
arrebatárselo así, sin avisar.
El celular
sonó: era su jefe. No quiso atender, no era momento. Existen vidas que son
vividas sólo para que lleguen a ciertas decisiones, a ese punto en que se
determina un destino; Horacio se encontró en ese momento, debía elegir entre
volver al trabajo, a su vida, o buscar el cadáver que había fortuitamente
encontrado en la calle -como se encuentras monedas de un peso- esa mañana. Eligió lo que él mismo un día
anterior no hubiera elegido; eligió buscar el cadáver.
No sabía si lo
habían encontrado la policía y se lo había llevado, si lo había encontrado
quién –o quiénes- lo mataron y se lo habían llevado o bien si, pero ya parecía
irrisorio que fuera posible, que hubiera resucitado. De entre los muertos,
hubiera resucitado.
Caminó (no quiso ir en su auto) por toda la ciudad.
Buscaba un saco verde, una cara manchada en sangre, una mano gris, unos zapatos
baratos. No sabía bien que era lo que buscaba, pero lo buscaba así, en
fragmentos. Llegó hasta a la desesperada pregunta a los peatones, pero solo
supo recibir caras consternadas, que reflejaban lo absurdo de la situación.
De pronto -justo en vísperas de la desesperación- una
idea posó sobre su cabeza. Espontánea e injustificable como una clarividencia,
una revelación, una epifanía: debía ir a donde lo había encontrado.
Corrió, tengo entendido que corrió, hasta allí. Cuando
dobló en la esquina vislumbró algo que no podía creer: el bulto de saco verde
estaba ahí, quieto e inmóvil, como lo había encontrado. Cuando se acercó a
verlo, un golpe le abatió la cara, y lo dejó en el suelo. El cadáver se
levantó, y su cara y su voz le dieron la forma de Giménez; la forma de alguien
vivo.
-¿Te acordas de mí, Gómez?
Horacio hizo un esfuerzo para recordar, para intentar
recordar algo que no tuviera nada que ver con ese día. Con esfuerzo recordó:
que un mes atrás había entrado un secretario llamado Giménez, recordó que era
inútil, recordó que no redacto unas tontas líneas –ahora le parecían tontas,
pero antes no- y que por esa razón, tan minúscula pero no para él, lo hizo
echar. Recordó que lo dejó sin trabajo, con una familia que mantener, por ser
inútil.
-Yo sabía que tu mujer no iba tener ningún problema en
poner el despertador diez minutos más tarde, porque te odia. También sabía que
preocupado por llegar esos diez minutos más tarde, pelotudo y obsesivo como sos,
ibas a pasar por esta calle abandonada y no por la avenida de siempre. También
supe que tu miedo y tu estupidez iba a obligarte a levantarme, a mí, maquillado
y sucio, y llevarme en tu auto. Sabía que tu miedo y tu necesidad de terminar lo que empezás iban a obligarte
volver acá, a donde te espero yo y esta pistola. A donde te espera un fin,
anónimo y seguro.
-¿Qué vas a hacer, che? No me dig-
El golpe de la bala no lo dejó terminar la frase. Su
muerte lo encontró puntual.