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martes, 12 de noviembre de 2013

La espera

Faltaban apenas un mes y medio para que terminara el año y -como en todos los años- Sandra sentía en la lengua, en sus pechos y hasta en su vestido azul nuevo cierta amargura. Esa amargura no era nueva, y era hija de la decepción que le había procurado -como en todos los años- ese año vivido (si es que ese verbo se podía aplicar a eso que había sido tan ligero, tan fácil, tan neutro y tan poco parecido a lo que las novelas y películas vendían como vivir). Mientras ensillaba el mate imaginaba si toda vida sería como la suya. Prefirió convencerse de que no, de que no era así, para nada. Prefirió eso porque, en rigor, como toda preferencia, le convenía: la posibilidad que al menos una vida no fuera como la suya significaba también la posibilidad de que esa insipidez que la acosaba no era clausula obligatoria de la existencia, y eso, gracias al cielo, la llevó a pensar que en algún momento algo podría cambiar, porque desde ya todos sabemos que nadie está tan limitado como para vivir solo una vida.
Fede, su hijo, jugaba en el patio, con los hermanitos Juárez que vivían en la casa de al lado. No los veía pero los escuchaba desde la ventana, que permanecía cerrada para disimular el calor del verano, ya que la habitación estaba tan mal diseñada que justo el sol de las tres de la tarde le pegaba de frente. Cerrada y todo, aún se escuchaban los gritos:
-¡Gooool! ¡Goooooool!
-¿Qué gol? ¿No ves, boludo, que la pelota pasó por arriba de la campera? ¿Sos ciego vos?
-Tomatela, envidioso.
Que Fede gritara gol igual que su padre le molestaba horrores. La primera vez que lo había escuchado gritar así había sido durante su debut en el club del barrio, en el que hizo ganar al equipo con un certero pelotazo que el arquero no alcanzó ni a ver. Entonces la boca de Fede se abrió grande, demasiado grande, e hizo eso, gritó, y ella escuchó ese, hasta ese día olvidado, recordatorio de que Fede alguna vez había tenido un padre, que también gritaba gol.  Por supuesto, lo dejó de llevar a la canchita. Cuando se lo contó a Marta ella le contestó que todos los hombres, en especial los argentinos, gritaban gol igual, que no se preocupara tanto. Esa respuesta no logró satisfacerla: para ella, existía alguna biología injusta que le había entregado a Fede la misma manera de gritar gol que su padre. Esa biología era injusta porque su padre no era ya su padre, había decidido no serlo más, sólo porque sí, porque lo había decidido así; por lo que Fede era solo de ella, su única progenitora, su único vínculo con lo que se pudiera llamar un “pasado”.
Este año –se dijo- había pasado igual que todos. Sola, siempre sola. Incluso sola cuando un hombre la desnudaba y la tocaba después de haberla invitado a tomar algo, mientras se tapaba la boca para que Fede no escuchara, mientras sentía unas manos anónimas –no por ignorancia de identidad, sino por indiferencia- subirle por la espalda hasta el cuello; incluso así, incluso allí, sola.
No debía engañarse más, no podía y no debía: desde que Jorge se había ido, ella se sentía sola. Y ligera, y liviana. Se sentía, en verdad, como un fantasma.
El 31 de diciembre, mientras Sandra festejaba con Fede el fin de año, que había sido como todos los otros años, olvidable, algo pasó, alguien tocó la puerta. Puedo imaginar la esperanza que habrá sentido, tan sincera y tan inútil, al levantarse para abrir la puerta.
Lo que ella esperaba, ese deseo que pareció revivir con el ruido del golpe en la puerta, le pareció muy tonto y muy ingenuo cuando vio  entrar a Marta y a Carmen con un pan dulce y unos turrones.  
Pensó, seguramente, que era otro año más. Y cortó los turrones, y los puso junto a las garrapiñadas, los dejó en la mesa y los comió con desdén. 

viernes, 25 de octubre de 2013

El cadáver

Horacio abrió los ojos desorbitados, como habiéndose despertado de una fatigosa pesadilla. Buscó, sobre la mesa de luz, la hora que titilaba números rojos en el despertador. Temía haberse dormido, por eso el alivio que sintió al ver que lo había hecho por sólo diez minutos: eran apenas las seis y diez.
Se levantó con ensayada delicadeza de la cama, tratando de no mover ni un centímetro a Claudia, que dormía aniñada y le quedaban algunas horas más de sueño por disfrutar. No parecía la misma mujer con la que había discutido en la noche; ella ahora, callada, cálida y dormida, se veía hermosa. La habitación estaba más oscura que de costumbre; seguro se debía a esas cortinas azules que ella había comprado ayer, y que no dejaban traslucir una sola partícula de luz, sobre todo en la mañana, cuando el sol no posaba directamente frente a la habitación. Eran- en rigor- horribles, pero a ella le gustaban, qué tanto.
En la ducha, Horacio comenzó a preocuparse por el presentismo. Había llegado tarde a la oficina una única vez, cinco años atrás, por el nacimiento de su hijo Marcos. Esa había sido razón suficiente para el jefe, totalmente justificada, pero haberse quedado dormido diez minutos por cansancio  era una excusa que ningún empleador en el mundo podría entender. Temió que por su impuntualidad le descontaran una porción del sueldo, que de por sí ya era bastante miserable, entonces sacrificó el desayunó para recuperar los diez minutos perdidos, y salió con la corbata aún sin atar para el garaje.
Terminó de encender el auto cuando un temblor le asaltó las manos al recordar que no había concluido un proyecto de financiamiento. Se le había escapado, y eso nunca le pasaba. La culpa que sintió fue tan sincera, tan cercana, que se paralizó dentro del auto encendido por lo que parecieron exagerados minutos, mezclada la angustia que estrujaba su pecho con el ruido monótono del motor. El grito de uno de los empleados que andaba por ahí juntando la basura de las casas lo llevó de nuevo a la realidad, y rajó sin despegar el pie del acelerador.
Era muy tarde, por lo que Horacio tomó una calle paralela a la avenida que transitaba usualmente. No recordaba haber tomado jamás esa calle, y ni siquiera creía haber sabido alguna vez de su existencia.
No había avanzado muchos kilómetros por la calle desconocida cuando vio una ligero mancha en el asfalto, que adquiría volumen a medida que se le acercaba. Bajó vencido por la curiosidad, y notó que la mancha era en verdad una bolsa negra, algo rota, solitaria en el medio de la calle.
Con atrevimiento y lentitud la abrió, y se encontró con el cadáver.
Vestía de traje verde, y su cara estaba totalmente envuelta en sangre, ocultando la mayoría de sus rasgos; sólo se veían dos ojos cerrados, que, de no ser por ellos, Horacio hubiera pensado que el muchacho había sido víctima de una muerte violenta. Nunca había visto uno antes, pero ese extravagante encuentro no lo aterró más que la idea de que alguien lo descubriera parado ahí y pensara – equivocadamente, claro- que la vida de ese joven ahora frío había sido arrancada por él. Tomó, entonces, la apresurada decisión de cargar el muerto en el baúl del auto e irse lo más rápido posible del lugar.
Durante los primeros metros hechos, la tranquilidad de no encontrarse más en ese lugar, sólo y con un cadáver, le provocó un sentimiento que lo obligó a agradecer a la Providencia. Pero, luego, cayó en la cuenta de que tenía que ir al trabajo, y que cargar ese muerto en el auto no había sido tan inteligente. Pensó en tirarlo, abandonado, en algún lugar de la banquina, pero advirtió que sería muy peligroso, ya que requería de una ligereza y unos métodos que desconocía. Además, estaba todo ese asunto de las huellas digitales, que –aunque él no supiera como funcionara- seguro servirían de atroz atajo para justificar su encierro.
Quiso llamar a su jefe, pero llamarlo para excusarse con que tenía un cadáver en el auto podría levantar alguna sospecha, así que se dijo para sí mismo, y casi gritando, como para convencerse:
-Qué me importa a mí, este cadáver sucio y anónimo. Tengo que ir a trabajar, porque yo todavía tengo una vida que mantener, y una mujer, y un hijo, y unas cortinas horribles y azules. ¡Que se vaya al carajo, me lo llevo nomás!
La efusividad fue disminuyendo a medida que se acercaba al edificio. Cuando ya estaba a unas cuadras, dudó en dejar el auto en el estacionamiento, porque le saldría cinco pesos que no pensaba gastar, pero dejarlo en el medio de la calle con semejante copiloto podría  traerle algún problema. Entró, pagó su lugar, y se fue caminando la media cuadra que le restaba para llegar a la oficina.
Como había llegado veinte minutos tarde intentó evitar el inevitable encuentro con su jefe. Cuando lo vio asomándose por un pasillo, quiso ensayar una huída, pero no resultó.
-¿Dónde cree que va, Gómez?
-A ningún lado en particular, Señor. (Sonó así, con S mayúscula).
-¿Está usted bien? Pareciera que acaba de ver a un muerto.
-¿¡Qué muerto!?
-¿Cómo que muerto?
-Nada, Señor. (Otra vez sonó así).
-Bueno. ¿Entonces terminó los proyectos de financiamiento?
-Sí, pero me los olvidé en el auto, Señor.
-Vaya a buscarlos, che. Que se piensa, que esto es una joda.
-No, Señor. Ya voy, Señor.
En un par de horas, Horacio ya creía ser mirado por las aristas más inquisidoras de sus compañeros. Claro que sentía que ellos sabían la verdad (la ahora inocultable e irremediable e ineludible verdad): la verdad que revelaba que no había terminado sus proyectos. Intentó ocultarla practicando algunas sonrisas que pecaban de hipócritas, preguntándole a los “muchachos” (entre ellos se llamaban así) por los paridos de fútbol que se jugaban todos los miércoles y a los que él, de manera militantemente antipática, no asistía. Ellos le contestaban con una brevedad cortante, que sí, que gano tal, que atajó tal, y los goles los hicieron Rodríguez, y Carusso, y Gómez (no él, sino otro). Cuando pensó que el ambiente ya estaba amable le preguntó a Carrasco si lo podría suplantar unos segundos en su oficina, que él iba hasta el auto a buscar unos proyectos. Carrasco aceptó con más resignación que amabilidad.
Horacio corrió hasta el estacionamiento. No sabía por qué carajo corría, pero alguna fuerza ininteligible para él lo obligaba a correr hasta allá. Cuando llegó, los proyectos no estaban, pero esa no fue la sorpresa, ya que él sabía que no los tenía. La sorpresa fue, atroz fue, enorme fue, cuando descubrió que el cadáver ya no estaba. Buscó por todos los lugares posibles: en el baúl, en el motor, debajo de los asientos, en la guantera. Pero el cadáver no estaba. La duda que zarpó su limitada mente fue harto previsible: ¿habría existido el cadáver en verdad? Habría jurado que sí, si no fuera porque ahora su ausencia invalidaba ese juramento. Hubiera jurado que sí porque había sentido su olor, había tocado su piel, que incluso se había desintegrado en sus manos y en su corbata. “Quizás –pensó- así es mejor. Y la Divinidad me ha librado de tan problemático paquete; quizá debo dar las gracias”. La sensación de alivio cesó cuando, inevitablemente, creció en sus sesos la intranquilidad. Cualquiera de nosotros puede conjeturar que la prueba de un acto que acometimos equivocada o canallescamente es más maleable cuando se la tiene en las manos, cuando se posee. Cuando esa prueba la tiene un otro, el asunto puede volverse más serio. Además de esa intranquilidad, Horacio sintió, tal vez, algo de celos: él lo había encontrado, no tenían derecho a arrebatárselo así, sin avisar.
    El celular sonó: era su jefe. No quiso atender, no era momento. Existen vidas que son vividas sólo para que lleguen a ciertas decisiones, a ese punto en que se determina un destino; Horacio se encontró en ese momento, debía elegir entre volver al trabajo, a su vida, o buscar el cadáver que había fortuitamente encontrado en la calle -como se encuentras monedas de un peso- esa mañana.           Eligió lo que él mismo un día anterior no hubiera elegido; eligió buscar el cadáver.
    No sabía si lo habían encontrado la policía y se lo había llevado, si lo había encontrado quién –o quiénes- lo mataron y se lo habían llevado o bien si, pero ya parecía irrisorio que fuera posible, que hubiera resucitado. De entre los muertos, hubiera resucitado.
Caminó (no quiso ir en su auto) por toda la ciudad. Buscaba un saco verde, una cara manchada en sangre, una mano gris, unos zapatos baratos. No sabía bien que era lo que buscaba, pero lo buscaba así, en fragmentos. Llegó hasta a la desesperada pregunta a los peatones, pero solo supo recibir caras consternadas, que reflejaban lo absurdo de la situación.
De pronto -justo en vísperas de la desesperación- una idea posó sobre su cabeza. Espontánea e injustificable como una clarividencia, una revelación, una epifanía: debía ir a donde lo había encontrado.
Corrió, tengo entendido que corrió, hasta allí. Cuando dobló en la esquina vislumbró algo que no podía creer: el bulto de saco verde estaba ahí, quieto e inmóvil, como lo había encontrado. Cuando se acercó a verlo, un golpe le abatió la cara, y lo dejó en el suelo. El cadáver se levantó, y su cara y su voz le dieron la forma de Giménez; la forma de alguien vivo.
-¿Te acordas de mí, Gómez?
Horacio hizo un esfuerzo para recordar, para intentar recordar algo que no tuviera nada que ver con ese día. Con esfuerzo recordó: que un mes atrás había entrado un secretario llamado Giménez, recordó que era inútil, recordó que no redacto unas tontas líneas –ahora le parecían tontas, pero antes no- y que por esa razón, tan minúscula pero no para él, lo hizo echar. Recordó que lo dejó sin trabajo, con una familia que mantener, por ser inútil.
-Yo sabía que tu mujer no iba tener ningún problema en poner el despertador diez minutos más tarde, porque te odia. También sabía que preocupado por llegar esos diez minutos más tarde, pelotudo y obsesivo como sos, ibas a pasar por esta calle abandonada y no por la avenida de siempre. También supe que tu miedo y tu estupidez iba a obligarte a levantarme, a mí, maquillado y sucio, y llevarme en tu auto. Sabía que tu miedo y tu necesidad  de terminar lo que empezás iban a obligarte volver acá, a donde te espero yo y esta pistola. A donde te espera un fin, anónimo y seguro.
-¿Qué vas a hacer, che? No me dig-
El golpe de la bala no lo dejó terminar la frase. Su muerte lo encontró puntual.   


 


lunes, 23 de septiembre de 2013

Cómo combatir hormigas

Ya conocía la historia de que Dios, arrepentido por la vastedad de su creación, dio vida a las hormigas para que poco a poco se comieran entero el planeta. No funcionó, claro; ahora comen día tras día el jardín de mi casa, con una organización y una perseverancia que no logré ver en casi ninguna persona.
Mis tardes consisten en exterminar a esos bichos de las maneras más crueles posibles, y hasta suelo imaginarme como un dictador anónimo y antiguo, mientras les salpico sin culpa el veneno que compra Carmen en el almacén de la esquina, que a decir verdad no es nada barato, lo que hace que cada salpicada que haga tenga que ser efectiva, sí señor, sí Carmen.
Como más sabe el diablo por viejo que por diablo, desarrollé algunas tácticas y estrategias que me animo a decir están a la altura de un General de ejercito. La que se me ocurrió el otro día, mientras desayunaba, es la que creo será más eficiente. Tanto que estoy seguro de que si existiera algún premio de las tácticas y estrategias para matar hormigas debería serme dado a mí. Debería recibirlo entre aplausos, entre gritos de mujeres, y claro de Carmen, parada ahí firme junto a mí, mientras sonrío recibiendo aplausos y aceptando el premio agradeciéndoles a las hormigas, que muchas gracias, que sin ellas no hubiera sido posible, y Carmen, ahí, llorando. Y yo.
La táctica comienza con ganase la confianza de las hormigas. Para eso instalé una carpa en la parte más alejada de mi jardín, que es muy extenso. Luego entendí que no funcionaría de esa manera, ya que la carpa es un habitáculo demasiado extraño y de seguro las ahuyentaría, entonces en la tercera noche la desarmé y me arrojé a dormir en la intemperie. Como aún estábamos en invierno el rocío en el pasto llegaba a congelarme todo el cuerpo. Yo que no soy friolento, sentía frío, pero sabía que era lo más inteligente que podía hacer, ya que había que ganarse la confianza de la hormiga; tenían que naturalizarme, verme ahí como deben ver a las piedras o a las pelotas de fútbol que Carlitos dejaba olvidadas. 
Carmen salía tres veces por día. Me cebaba mates amargos. Aunque yo le ofrecí varias veces pasar la noche conmigo (la luna se veía hermosa desde allí) ella rehusó la oferta, y dijo que estaba loco, que ella iba a dormir con sus habituales sábanas y almohadas. Yo casi no recordaba esas comodidades, estaba a punto de ganarme la confianza de las hormigas y así, clavarles el puñal por la espalda, la ansiada traición de Judas cuando menos lo esperaran.
Una mañana, para mi sorpresa, advertí que los bichos ya no construían su camino rodeándome, sino que me atravesaba completamente. Luego de unas horas ya las tenía todas encima de mi cuerpo. Me picaron sólo al principio, luego les serví de  puente para esa inmensidad verdosa que ellas tomaban como universo.
Reconozco que cuando comenzaron a crearse los hormigueos alrededor de mi cuerpo hubiera sido la oportunidad perfecta. Habían caído tan inocentemente en mi trampa, ya no importaba cuantos meses yo llevara allí, ya no importaba haber dejado de ver a Carlitos con la pelota o a Carmen con sus amargos, ya estaban ellas ahí, al alcance de la palma de mi mano. Las podía matar a todas desparramando los hormigueros por doquier, o llenándolos de agua o de veneno. Podía por fin volver a jugar al dictador.
Irónico sería verme ahora junto a ellas, formando fila y cargando en mi espalda las hojas de lo que alguna vez supe llamar mi jardín, pero que ahora llamo universo.

martes, 17 de septiembre de 2013

Volver a enamorarse

  La historia que narraré me fue referida por los hermanos Juárez, una tarde en la que los encontré paseando por su querida Córdoba. Advierto que de no haberla escuchado por ellos no tendría ningún lugar en estas páginas; sin embargo, los relatos de la gente que uno aprecia merecen el esfuerzo de la confianza.
Intentaré que mi narración esté a la altura de los hechos, y hasta puede que los años me dejen suprimir algunos prescindibles y molestos detalles.
  Rosendo Cagnoni vestía de negro traje los días martes, jueves y viernes. Ya casi se cumplían cinco años desde que había enviudado, por lo que todos le tenían alguna lástima. Se jactaba de no haber deseado a otra mujer desde la partida de su finada esposa y perpetuaba el recuerdo visitando su tumba los días martes, jueves y viernes, vestido de negro traje. Las flores que le llevaba eran diferentes de acuerdo a su estado de ánimo: los días en que más la extrañaba eran amarillas, los días en que entendía su ausencia –porque los caminos de Dios son misteriosos- eran rojas, y los días en que la odiaba por haberlo dejado sólo eran negras. Las flores las pagaba con su sueldo de herrero, que era lo único que lo entretenía los largos días de verano.
  Su rutina cambió cuando conoció a Paula. No sabemos dónde ni cómo fue que la conoció, pero no resulta difícil suponer que se enamoró de ella repentinamente, aún sin saberlo. También podríamos conjeturar -por lo que dijeron los vecinos- que el primer signo de ese enamoramiento, al menos el primero que él reconoció, fue la honda culpa sentida al dejar de visitar el cementerio en que yacía su difunta esposa.
  Rosendo, mientras veía esas revistas donde abundan las modelos, se divertía haciéndose saber que una mujer como Paula jamás podría figurar en ellas. Sus grandes ojos, su piel blanca como la leche y sus pequeños pechos no coincidían con ninguna de las esculturales mujeres de ese catálogo. Creía así confundir a su deseo, pero no lo lograba. Que le importaba que Paula no pudiera encajar en esas revistas, si él ya estaba enamorado y ella ya tenía el hábito de aparecer en sus sueños.
  Obedeciendo a su pasión, Rosendo la siguió un día hasta su casa y antes de que entrara, fingió con torpe espontaneidad un encuentro. Ella, más distraída que atenta, creyó en ese encuentro y aceptó ir a tomar un café con él, tal vez por lástima, tal vez por deseo, tal vez por ambos.
  Los encuentros con Paula se volvieron más cotidianos, en la misma medida en que se volvían más tensos, más incómodos, más sexuales. Bastaron pocas semanas más para que la primera noche de noviembre los encontrara compartiendo la misma cama.
  Así estuvieron algunos meses, en los que Rosendo sentía resurgir su espíritu joven, en los que creía estar viviendo en una segunda primavera. Paula, sin embargo, cada día más taciturna, comenzaba a rechazar esos encuentros y a inventar irrisorias excusas para no verlo.
  Un día, lo dejó.
  La explicación que le dio a Rosendo es harto conocida por todos los hombres: creía estar enamorándose, y no deseaba hacerlo, porque en su adolescencia un hombre la había enamorado y dejado a los pocos meses, y desde ese día se prometió no volver a permitirse enamorarse.
Rosendo, sumido en una agonía nueva, sacó su traje polvoriento del ropero, y volvió a vestirse con él, sólo que ahora lo usaría todos los días.
  Al poco tiempo se volvió cliente de un pequeño boliche de la ciudad, en el que se destacaba por ser el cliente más viejo. Los jóvenes lo odiaban, porque él debía estar en otra parte, en cualquier otra parte, menos allí.
  Cierta noche cualquiera, de esas que no prometen ninguna fortuna, Rosendo notó que una adolescente, apenas una niña, lo miraba constantemente. Su experiencia le hizo notar que la joven lo miraba con deseo y, como no tenía nada mejor que hacer, se acercó hacia donde ella estaba.
  De tez blanca como el azúcar, la muchacha se prometía bella y él, que era un hombre que gustaba de apreciar la belleza, no tardó en desearla. La tomó de la mano, y cuando quiso acordarse la muchacha ya era mujer y ya dormía a su lado, con los senos al aire.
  Así estuvo por meses, enseñándole a la niña todo lo que él sabía del amor y, por qué no, de la muerte.
  Cuando se cansó de que ella no fuera la que él realmente amaba, la dejó.
 Entonces la sufriente adolescente de tez blanca llamada Paula se prometió no permitirse volver a enamorarse jamás de ningún otro hombre.

jueves, 5 de septiembre de 2013

El visitante y la isla

Santiago llegó a la isla y su arena le pareció una gigantesca mancha amarilla, que contrastaba con la inmensidad azulada del mar, acariciándola con la espumosidad de sus olas. El desembarque no había sido forzoso; el agua se hamacaba templada como las almas orientales. Un cangrejo se deslizó bajo un hueco, aterrorizado ante el cansado primer paso del intruso, que sin saber miraba por primera vez con ojos cristianos aquella virginal geografía.
La isla, que seguramente no se extendía más que la ciudad de Roma, parecía ante las medidas de nuestro visitante un ajeno planeta, con sus particularidades y sus extravagancias.
La noche que cayó después de su llegada -convirtiéndola en anónima y segura- lo obligó a improvisar un refugio. Basto la madera de su bote y algunas enormes hojas y piedras para que la construcción lo acercara a una comodidad que le resultó familiar, recordándole otra vida.
Santiago, que conservaba algunas provisiones rescatadas del barco, comió lo que intuyó que sería su última cena. El pescado deslizándose por su garganta era endulzado por el vino, cálido y barato. Quizás, podríamos sospechar, lloró esa noche. Quizás sintió esa noche, al cerrar los ojos, la soledad de su existencia acentuada por la isla.
Un sueño, formulado por la luna llena o por la locura, fue recordado de esta manera: una gaviota blanca, que se confundía con las nubes, descendía del cielo para tragarlo. Dentro de su estómago, Santiago se encontraba con su tripulación, sólo que ninguno de ellos tenía armas ni dedos. Una mujer se encontraba allí también, sin que él pudiera precisar su identidad.
Luego se despertó, mientras los mosquitos devoraban su piel y su sangre, la que antes fuera usada para magníficos sacrificios. El calor, ennegreciendo su piel, lo tentaba a nadar. Mientras se desnudaba para hacerlo, una sustancia viscosa en el agua, que prometía ser una especie de animal, lo desanimó. Pensó que una muerte en la tierra sería mucho más digna que una muerte en el mar, y que de morir allí nadie jamás encontraría su cuerpo, y no podrían realizarse los rituales correspondientes que lo llevarían al descanso eterno.
El tiempo que sucedió a su llegada (imprecisable para él y acaso para nosotros) le sirvió de excusa y de maestro. Entre otras cosas aprendió una muy importante: consentir cada capricho de la isla. De esta manera, nuestro héroe comenzaba a conocer las técnicas que lo mantendrían con vida, tales como crear caminos a fuerza de machazos con el fin de que sirvieran para recorrer largas distancias; distinguir la fruta buena de la futra mala; conocer su gusto por el pescado salado del mar; fabricar maravillosas instalaciones en honor a algún dios ya ignorado e ignoto.
Sin aviso y sin preverlo -como emergen las verdaderas desgracias- el ejercicio de intentar recrear la imagen de la mujer que observó y no reconoció en su sueño, el de la primera noche en la isla, comenzaba a obsesionar sus tardes. Con arena, piedras, hojas y escamas intentaba alcanzar la figura de esa mujer, creyendo que la identidad de ese rostro estaba escondida en la profundidad de su alma, y que para alcanzarla bastaría con intentar una y otra vez hasta dar con los rasgos precisos, y que lo sabría cuando su corazón latiera como latió al despertar de ese sueño, inconfundiblemente.
Tardes enteras morían en el intento de saciar su ansiedad. Luego pasaron a ser tardes y noches, en las que olvidaba comer; ya al final se convirtieron en tardes, noches y mañanas, en las que se olvidaba de comer y dormir. Fue así como no transcurrió mucho tiempo hasta que comenzara a olvidarse de todo, de su nombre en aquella ya lejana otra vida; de sus necesidades, alegrías y miserias en la isla; de su inocente esperanza de ser rescatado. Olvidó todo aquello que no fuera su obsesión por la secreta y aguardada figura.
Harto de la frustración que le causaba no encontrar jamás la imagen de esa mujer, y tal vez infundido por un destello de última lucidez, el visitante decidió derribar la figura y arrojarla al mar. Al hacerlo sintió una nostálgica libertad, similar a la que se siente cuando se abandona un vicio.
No funciono. Todas las mañanas la marea traía consigo la escultura, entera, tal como era antes ser destruida.
Ya con primitiva inteligencia, el intruso creyó que la imagen regresaba porque la identidad había sido encontrada, tal vez el mar lo había notado antes que él.       
Esa noche esperó sentado en la playa a que la estatua apareciera. Una esperanza crecía y modificaba su respiración, esperanza de creer que reconocer a la mujer sería reconocer su propio rostro, y así volver a tener nombre; así recordar quién fue alguna vez.
Cuando el sol comenzaba a cruzar el lejano horizonte, la marea alcanzó a los pies del dormido visitante la esperada escultura. Su inocente mano tembló al quitar las últimas algas que ocultaban la imagen. Cuando ya estuvo limpia, se acercó hacia el rostro para observarla mejor.
Nada. La mujer aún no le parecía nada. Una deshumanizada figura tallada en piedra y madera, sólo eso. Una mujer, que podría ser cualquier mujer. Sólo eso.
Entonces la dejó deslizarse de nuevo hacia el mar, no sin alguna decepción.
La escultura jamás volvió a aparecer por la isla, tal vez anunciando a nuestro visitante que él ya era otro, que nada de lo que había sido antes tenía lugar en la isla. Ya no existía en su espíritu ningún pasado que no fuera el de arena y de playa.
 Acepto tranquilamente, entonces, su patético destino.

domingo, 25 de agosto de 2013

El sueño

Con la cara blanquienrojecida, Luisa observaba el brillo del arma. Sin duda, la noche que se confundía con su negro metal prometía un tamaño apócrifo. Toda la delgadez de su brazo enloqueció al tomar ese revólver y sujetarlo con falsa seguridad. Por último, el disparo final, que resultó en el despertar del sueño, del que emergía sudorosamente, sudada. La sábana, amarilla y con flores, se pegaba levemente a su cuerpo, con una espesa humedad. La luz de la lámpara iluminó un rostro. Carlos dormía a su lado, roncamente. La serenidad onírica le daba un aspecto aún más despreciable. Lo odiaba secretamente y deseaba que esa vigilia que sentía caer sobre su flaca y desnuda espalda no fuera más que otra pesadilla. Percibía, quizás al preparar un té o al coser una pollera, el fresco saludo del aire en su niñez, en el campo. Caballos cimarrones, negros y en menor cantidad blancos poblaban los destellos de su memoria, en la que descansaba una amarga esperanza. Esperanza de un recuentro con la felicidad, con la despreocupación y la inocencia, con el amparo de la soja y el trigo.
De repente, un súbito movimiento. Ágilmente Carlos sacudió una de sus grandipeludas piernas. Luisa tomó su rubio cabello, lo mordió y lo chupó, enredándolo en sus dedos. Nervios. La casa de papá quedaba tan lejos. La adultez, se animaba a esbozar, queda lejos de todo. Recordó también el perfume de alguien, que ya no tenía cara, pero su dolor de cabeza no le permitió recordar más. Descendió bajo las sábanas y se prendió el corpiño, imperceptiblemente rasgado, para ocultar la obscenidad de sus senos. Luego, enderezándose, escapó de la cama. Vistiéndose con preocupada calma, abrió con lentitud la puerta, para que su compañero no se despertara, y salió.
Ya en la calle, junto con el frío, tocó su piel Alejandro. La besó bruscamente, apretujándola contra su enorme cuerpo. Ella lo golpeó, deseando tal vez alguna suavidad. Las estrellas no brillaban. Su rostro, a diferencia de otras noches, tampoco. Lo blanquirosado de su tez y sus claros ojos le daban un aspecto fantasmal. Quizás Alejandro sintió, al verla, algo de miedo. Ella lo iba a dejar esa noche, pero su cobardía no se lo permitió. Prefirió en cambio continuar las ya rutinarias y poco excitantes caricias. Prefirió sentir junto al cuerpo de su amante a la muerte, al deseo enterrado, a la esperanza desaparecida.
Luego del previsible ritual, él amante ofreció al orgullo de Luisa un gesto. Le dijo que la quería. Ella, completamente ofendida, lo despreció, así como despreciaba todas las cosas que se alineaban en la cosmología de su existencia.
Volvió a su casa y comenzó a bañarse, para borrar la casi epidérmica vergüenza. Sentía como el vapor del agua caliente inflaba sus pulmones narcotizados. La cálida lluvia de la ducha cayendo mojaba sus pequeños pechos, su flácido vientre y sus anchas caderas. Pensó, como en todas sus duchas nocturnas, en las triviales compras que haría al día siguiente. Algo extraño crecía, sin detenerse, dentro de su cuerpo. La incomodidad ganando terreno; algo dificultaba su respiración. La vida parecía reclamarle en un ahogado suspiro la culpa de miles de sueños insatisfechos.
Cuando volvió a la cama cierta luminosidad del día mostró la pequeñez y la suciedad de la habitación. Al cubrirse con las sábanas y rozar la piel de su roncante marido sintió -en medio y a pesar de esa profunda tristeza que marcaría para siempre su vida- un tibio y dulce momento de felicidad, como habría sentido en su niñez mientras corría a caballo, y logró esbozar una modesta sonrisa. 

domingo, 4 de agosto de 2013

Un amante

   La noche en el olvido del pueblo despliega un color de romanticismo que tiñe las abandonadas callecitas de tierra, la vieja pintura de casas pobres y los amplios baldíos de verdoso azul, en los que delgados caballos amarronados pasean su hambre al trote de un ritmo que amenaza con romper la inmovilidad del tiempo nocturno. Relinchando su queja parecen pedirnos a nosotros, perdidos transeúntes, el gesto cómplice de liberarlos, desalambrar su prisión y estaquearnos en el campo, contemplando con ávido orgullo su huída, su invasión a los caminos que creímos nuestros. Desalambrar así, quizás, nuestra propia prisión, que en noches de invierno como éstas nos parece no tan diferente a la de ellos, pobres cuadrúpedos explotados por el hombre.      Caminó hasta llegar a la plaza principal. El leve parpadeo de la tenue luz iluminaba las facciones de su avejentado rostro. Mariano esperó. De pronto, en un instante que asumió la responsabilidad de lo eterno, ella apareció. Cerró los ojos, y al momento de abrirlos Julia exhalaba su cálido aliento de despedida en la cercanidad de su rostro, de su cuello. Su alma deseaba irse en ese aliento con aroma a vejez, a tiempo perdido. Unirse a él y convertirse en humo de chimenea de barrio pobre en clima invernal. Irse para siempre, simplemente desaparecer.
La había conocido apenas un tiempo atrás, pero él sabía que, en las raíces más profundas de nuestro ser, el tiempo no lee calendarios. El mapa de la piel color café, con sus imperfecciones y bellezas, ya estaba dibujado en la memoria de Mariano. Él lo sabía, y la quería por eso. Porque no la podía no querer. Le hablaba, mientras la sostenía. Ella, que no alcanzó a decir nada, paso su mano de dedos largos por los labios de ambos. Cuando Mariano volvió a cerrar los ojos, ya no estaba. Su perfume, sin embargo, podía aún sentirse, y el cálido aliento aún continuaba soplando un cuello, que ya no pertenecía a  nadie.
Esa ausencia repentina, ese descubrirse abruptamente solo, en la humillación de la noche artificialmente iluminada, le recordó a otra noche, a esa en la que Julia comenzaba a asomar, de a poco pero fatalmente, sus ojos. Las imágenes parecían borrarse con cada encuentro, tanto que ya ni siquiera podía precisar el escenario en el que ocurrió el primero. De todas maneras, no olvidaría jamás el nerviosismo de una mirada, el calor de la primera caricia, la música de las primeras palabras. O bien, la música de cada sílaba de su nombre. Algo así como: Ju-lia. Ju-li-a. Jul-ia. Esa misma noche ese nombre encarnó, junto la esperanza, una desilusión. Un novio, por supuesto. Imperceptible la primera noche, tanto como inimaginable e irremediable, totalmente irremediable. Ella, dispuesta de todas maneras, con clara seguridad, esa que nace cuando creemos comprender nuestro destino, ofreció ir a su casa. Luego todo fue saliva con sabor a distintos alcoholes, sudor refrescando la espalda y los pechos calientes, cansados. Húmedos, hasta el final de la noche, hasta el final del placer. ¿Quién puede negarse al amor? En eso recuerda a la muerte. Por eso parece acercarla. Porque no se elige y nace, y crece desde adentro, infesta la sangre, la piel, las uñas. Los días y su cotidianeidad. Lo destruye, todo parece desvanecerse. Los objetos se alejan, la habitación se achica, nos encierra, hasta el último suspiro. Suspiro que contiene un grito de dolor, o de goce. El grito final. Y después, lo real, lo humano. La vida que cae y enfría los cuerpos, las camas. Quizá esté bien, así.
Julia era reclamada. Su novio, decidía los días en que se fluctuarían sus encuentros. Mariano, agonizaba berreantemente durante esos días. Se preguntaba, incesantemente, si aquel hombre incógnito besaría su risa, su ropa, su existencia tanto como él.  La extrañaba, su ausencia encontraba lugar en todas las cosas: Julia-no-en-la-comida, Julia-no-en-la-calle, Julia-no-en-la-cama. Julia-no. El lado b del ser de Julia, con toda la positividad de su ausencia. Presencia de su ausencia. Un completo no estar allí. Sí, seguramente eso era extrañar. Y la extrañaba tanto que decidía ritualizar esos días. Descomprimía el tiempo de esa manera, con pequeños hábitos que conformaban un ritual: cortar papeles de un cuaderno tapa verde y dura y encontrarles una forma, una figura; desarmar elementos electrónicos e intercambiar sus partes; aplastar brutal e insensiblemente hormigas. Rojas o negras, grandes o chicas. Apastar brutal, insensible e indiscriminadamente hormigas. Luego, ocurrí la llegada. Julia regresaba. Casi siempre se encontraban en la calle, sin citarse. Algo en la humedad del aire, en su espesor, parecía advertir sus encuentros. Julia, inconfundible figura acercándose  de lejos, volvía siempre un poco más triste. Cada vez un poco más insoportablemente triste. Mariano, que no sabía quién era su novio, comenzaba a sentir odio por él, y lástima por ella. Seguramente la sometía a las más humillantes actividades. Seguramente, casi seguramente, la trataba con violencia. “Liberarla”, surgió en su pecho. Esa palabra que sentía al ver los caballos apresados comenzó a nacerle nuevamente. Comenzó a gestarse, a murmurase a sí misma. “Liberarla”, y así liberarse. Convertirse en la llave de su libre existencia.
Cuando le comentó la idea a Julia, ella reaccionó con imprevista locura. Comenzó a gritar, a insultarlo, a decirle que no se metiera. Que nunca se metiera en su vida, en SU relación. “La violencia imaginaría que crees que me acecha es hija de tus ansias de que yo sea tuya. Pero no lo voy a ser nunca, yo sólo me pertenezco a él”. Esa frase, en lugar de inmovilizar a Mariano, no hizo más que aumentar su enfurecimiento. Decidió ir buscarlo. Decidió ir a encontrarlo.
Una noche, al comprobar que Julia dormía, comenzó a investigar. No tardó mucho hasta dar con el nombre de su reciente enemigo: Manuel Hagrelón. Algo en ese nombre le pareció familiar. El sonido que producía ese nombre en su cabeza era un sonido antes escuchado, un sonido que su mente ya conocía. Quizá lo había escuchado de la boca de Julia, o quizá ese nombre pertenecía a las jurisdicciones de algún sueño, o de alguna pesadilla. Lo cierto es que al leer ese nombre sintió, por al menos un instante, al puño de la muerte apretando su corazón. Al frío del misterio y de lo desconocido helar su sangre, hasta convertirla en una espesa nieve. Pero era, simplemente, un nombre ya conocido.
Mariano se encontraba solo cuando lo encontró. Julia estaba extraviada, incomunicada desde hacía varios días. Lo encontró mientras visitaba a su padre. El cementerio brillaba de incandescencia en la noche lunar. Dejó algún rezo en la tumba de su padre y caminó hacia la salida. Allí estaba: una tumba fría contagio a su cuerpo una temperatura glacial, y un blanco mármol hizo brillar sus ojos. Una tumba con una inscripción: Manuel Hagrelón. Un nombre tallado en mármol, sólo eso. Sólo un nombre y una tumba. Y un dolor.
Manuel Halegrón había muerto dos décadas atrás, durante un tiroteo. Su novia, Julia, murió junto a él. Y ahora sólo quedaba de ella su perfume, y un cálido aliento en el cuello de alguien.

sábado, 6 de julio de 2013

Minoú

1

Primero busca saltar los charquitos que se forman dentro de los huecos de las veredas, luego de los tristísimos días de lluvia en los que no se puede jugar. Pero cuando deja de llover y sale el sol con todo su esplendor de bizcocho amarillo, y mamá la deja salir a jugar, Minoú sale a afuera y busca los charquitos más anchos, esos en los que se necesita mucho esfuerzo para no fallar y mojarse las medias. Aunque ella no lo diga, ni lo piense, está muy cansada ya de que papá regrese de trabajar, con su bicicleta verde, y la rete por mojar las medias, único par que posee, que luego de ser mojadas deben plancharse y tenderse para secarse, provocando la terrible e imperdonable inasistencia de Minoú a la escuela. Imperdonable ya que su papá siempre repite -aunque ella no entienda, pobre Minoú- "es lo que te sacará de aquí". ¿Sacar de donde? Si a nuestra pequeña le encanta ese lugar en los que, luego de los tristísimos días de lluvia, puede salir a jugar saltando charquitos.
Luego sigue por contar las ranas, que son bichos verdes de ojos saltones que salen luego de la lluvia, pegando grandes saltos y asustando a las niñas más pequeñas.Claro que para una niña de nueve años no es suficiente esa verdosidad y esos grandes saltos para pegarse un buen susto. Es más, toda la pandilla del barrio -Minoú incluida- suelen tomar ramitas, no muy grandes, para picar a dichos monstruos, que no reaccionen de manera divertida: saltos, una barriga que se hincha, tal vez uno que escapa para terminar siendo fulminado por un camión, de los pocos que pasan.
Cierto día, cuando Minoú era más pequeña -cinco años quizá tendría- Mateo, que vivía en la misma cuadra, la corrió con una rana grande un día de lluvia, hasta que en las mejillas de la pequeña llegaron a confundirse sus lágrimas con las gotas de lluvia y Alberto, padre de Minoú y ex boxeador con enorme parecido a un oso, asustó al travieso chiquillo con un martillo, única herencia de su padre Jorge.
Minoú quería muchísimo a su padre. A su madre, sin embargo, la quería un poco menos. Casi nunca estaba en casa, pero cuando llegaba hacía llorar a papá. Eso enojaba a Minoú, que desde su temprana niñez supo ubicarse del lado de quién desparrama más lágrimas. El motivo de tantas peleas fue, hasta los últimos años de su vida, un misterio para nuestra adorada niña. Nuestra heroína deseaba, todas las noches entre rezos y santos de estampa, que los gritos cesaran, que su mamá quisiera a su papá tanto como ella lo quería. ¿Por qué no podía verlo como su protector, como su guardián, tal como Minoú lo hacía? Misterio de la vida infante, en el que el mundo es demasiado grande y está demasiado lleno de charcos y ranas como para que la violencia doméstica se convierta en concepto.
Los gritos y ruidos, las lágrimas mojando el piso y las botellas de cerveza no son un obstáculo para Minoú, que luego de esas noches tortuosas se levanta de su cama, prepara su desayuno y realiza su tarea. Su materia favorita era biología, dictada por la profesora Murkhell, una alemana auto exiliada tras haber formado parte del nazismo. Incluso se decía, y esto nos enteramos luego, que había participado en los experimentos de Josef Mengele. No significa nada esto para su alumnos, vestidos de guardapolvo blanco nube, blanco bandera, ávidos de saber lo que vive dentro de un mamífero, dentro de un reptil o un rinoceronte. En la escuela se podía respirar un aroma de inocencia y el jabón con el que lavaban los guardapolvos. En invierno las paredes lucían tristes y grises, mientras los árboles del patio sufrían heladas con sus ojos yaciendo en el suelo. En cambio en el verano todo parecía maravilloso, como sucede en todos los pequeños pueblos. El sol calentaba las baldosas de cemento sobre las que los niños dibujaban rayuelas o en las que se sentaban para jugar al juego de la oca; el cálido viento peinaba los olores del café de las maestras que se reunían para saber quién se había casado con quién el fin de semana y las clases se podían tomar afuera, al aire libre.
A todos los chicos les encantaba el verano. A todos menos a la pequeña Minoú, que prefería el invierno. Una vez, en un trabajo para la escuela, una maestra les preguntó a ellas y a sus compañeros que estación les gustaba más, a lo que todos respondieron, obviamente, la primavera y el verano. Minoú, en cambio,  respondió el invierno, y ese fue el momento, seguramente el primer momento, en el que se sintió diferente. Cuando la maestra le preguntó sobre tal disidencia, Minoú solo atinó a decir “porque sí”. “Porque sí, porque sí” en el mundo racionalizado de los adultos parece una respuesta absurda, pero en el universo de los niños donde los sentimientos profundos no están separados de la conciencia superficial por esa amiga de los adultos llamada “palabra” la respuesta “porque sí” es totalmente válida. Minoú, luego de unos años, ya habiendo separado su corazoncito por la palabra, sintió que tendría que haber respondido ciertas cosas que ella sentía que brindaba el invierno: la calidez de los abrigos, elegir una bufanda, juntar leña con papá, el humo que sale de las casas, el pasto brillando a la mañana, el vapor que sale de la boca al ir a la escuela. Cosas totalmente meritorias que nadie reconoce del invierno, estación maldita en los pueblos donde no nieva.                       
Todos sabían que Minoú era diferente. Sus blancas mejillas, su negro y abundante pelo, su ropa vieja y gastada, y algunas cosas más eran motivo de burla para sus compañeros. Ella había aprendido a no llorar, su papá le había enseñado que no se debía llorar, que nadie era capaz de ser enteramente fuerte pero que al menos se debía parecerlo. Minoú creyó esto hasta un 23 de julio –como olvidará la fecha- cuando llegó a su casa. Sus compañeros se habían burlado de uno de sus dibujos, un pequeño fantasma con una espada y una capa, entonces ella se escapó de la escuela. No lloró, ni gritó, ni se enojó. Guardo su dolor junto con sus cuadernos y lápices en su mochila y decidió irse. Cuando caminó las seis cuadras que separaban la escuela de su casa y llegó a esta, cuando abrió la puerta con una sensación de tensión –ah, la sensibilidad premonitoria de los niños- comprendió que su padre mentía. Lo encontró llorando. Su mujer se había ido, con otro hombre, se había ido. Minoú se había quedado, mágicamente, sin madre. Ese día, encerrada en su cuarto, ya sin que su padre la viera, volvió a ll        orar.


2

Antonio disfrutaba de la mirada de los demás. Con su único traje, sucio y gastado, se regodeaba recorriendo las avenidas principales del pueblo. Era alto, esbelto, de cuerpo inglés. Para un pueblito de provincia esas características eran lo suficientemente extrañas. Tanto que hasta resultaban atractivas. Además era un hombre leído, que mantenía siempre en el bolsillo del saco un libro. Paul Valéry, Faulkner, Dickens, Dostoievski. Le encantaba mostrárselos a los niños cuando los sacaba del bolsillo y hacerlos maravillar con el hecho de que las letras del libro no se hubieran mezclado. Los niños se reían. Lo amaban. Para él solo eran un pasatiempo. Su único amor pertenecía a su taller, en el que reparaba rejas, herramientas, alambrados.
En la mañana Antonio se despertaba siempre mirando la pared. Eso le significaba el comienzo de un buen día. Se calzaba el traje, tomaba dos o tres mates mientras escuchaban la radio, y salía a barrer el piso de tierra de su taller. Todos se reían de que barriera un piso de tierra, o de que, cuando los niños saltaban al taller en la búsqueda de una pelota perdida, el gritara “¡no me pisen la fábrica!”. Lo curioso es que Antonio solo contaba con veintisiete años, edad que no podría ser terreno fértil para el crecimiento de una locura. Pero bastaba verlo allí, sentado hasta el anochecer, manchado su traje con grasa mientras arregla un torno y luego releer a Lovecraft, para darse cuenta de que el tipo no contaba con todos sus jugadores.
En un pueblo donde todos conocían los árboles genealógicos de los demás, Antonio parecía ser un fruto solitario, como esos yuyos que crecen espontáneamente de la nada. Sólo se sabía que, de un día para el otro, comenzó a caminar las calles del pueblo, puso un taller, y se instaló. Cuando se le preguntaba por sus orígenes solía responder cosas absurdas. “Soy el hijo del cielo”, “siempre estuve aquí y siempre estaré”, “quién sepa mi origen morirá de las maneras más terribles”.
Minoú, ya esbelta, bien formada, toda una mujer de veinticinco años, lo conoció el día del funeral de su padre, a la que ella sola había asistido. El ataúd se rompió mientras desaparecía bajo tierra y hubo que llevarlo al taller de Antonio. Él, con su típico traje, salió a recibirla. Al principió no fue amor, casi nunca sucede así. Primero fue incomodidad, después aburrimiento, después atrevimiento, hasta que, ella enajenada por la tristeza de la pérdida de la única persona a la que quiso, y él por puro aprovechamiento y quizá hasta lástima, se entreveraron en una sórdido juego de saliva, dientes, uñas, sexos húmedos y narices y pies fríos. Cuando terminaron, Antonio ofreció cerveza, pero ella recordó a su padre y corrió hasta el cementerio a llorar.
Al día siguiente regresó, con la excusa de haberse olvidado unas medias y al día siguiente, y al siguiente. Minoú no había amado jamás a ningún nombre, aunque sí conocía de memoria las previsibles monotonías de una pareja, las perversas técnicas del sexo, y el insatisfecho anhelo de la compañía, nunca suficiente para calmar un dolor, un hueco. Con Antonio era diferente. Desde el primer momento en que lo vio lo despreciaba, pero ese desprecio lo hacía atractivo. Como si su juicio estuviera invertido, y su corazón le pidiera el calor que sólo podía brindar una persona a la que ella considerara un asco. Él, por otra parte, no había conocido el amor más que en unos versos derrotados de Almafuerte. Le gustaba esa nueva manera de sentir, de buscarse y de encontrarse sin la necesidad de las letras, o de la grasa, o de los trajes. Se amaron así por dos meses.
Minoú, que había sabido ser una mujer dulce en su niñez, luego de la partida de su madre había comenzado a detestarlo todo. Desde los sucios charcos de las rotas veredas hasta los malditos sapos, que no dudaba en aplastar ni bien tenía oportunidad. Detestaba sobre todo su trabajo. Detestaba también, sobre todo, a Antonio. Su risa, los poemas que le regalaba, su manera de mover las manos al hablar, su falsa investidura poética hacía que ella lo viera como una caricatura. Había algo de misterioso, algo de hueco, de inexplicable, que incitaba a no dejarlo nunca. A develar su misterio. Había escuchado que Antonio era el diablo, que se paseaba de traje buscando almas perdidas en el pecado, pero esos rumores solo la hacían reír. No dudaba en que esos rumores hubieran sido desparramados por el pueblo por el mismo Antonio, que pese a su alto nivel de locura, podría haberse creído el diablo, o Napoleón, o San Martín.
Semanas después de haberlo dejado supo que estaba embarazada. Fue a buscarlo pero ya era tarde. Se había ido. Sus vecinos dijeron que nunca habían escuchado nombrar a tal Antonio, y que nunca había existido un taller que no fuera el de don Hernández. Minoú abrió desesperadamente el cajón donde guardaba los poemas que le había escrito Antonio. Sólo había listas de compras, recetas médicas, y recortes de diarios. Sólo eso y su embarazo.



3

Cuando nació Leopoldo, Minoú se encontraba sola en la sala de parto. Casi desmayada del dolor, vio salir desde entre sus piernas una criatura llorona y ensangrentada. Le molestó que una enfermera lo hubiera tenido en sus brazos antes que ella. Lo llamó Leopoldo, el nombre del hombre con quién se fugó su mamá.
Leopoldo juega. Ríe y juega, como ella alguna vez lo supo hacer, con ranas y charcos. Sube a los árboles, corre a las aves en el puerto. Junta piedritas en la calle de tierra que luego guardan en un frasquito que dice “para mamá”. Minoú es una empleada contenta. La alegría traída por su hijo remplazo al dolor por el abandono de su madre, y al dolor por la pérdida de su padre. Quizás, hasta también, la incomodidad de la fuga y del olvido de Antonio. Leopoldo jamás preguntó por él, pero lo hará. Detesta pensar en que su hijo sufra el mismo dolor que ella sufrió al tener sólo un padre. Pero no importa. Minoú estaría dispuesta a ahorcar a cualquier compañerito de colegio que se burlara de él, como se burlaron de ella. “Las penas no deben ser hereditarias” recitaba siempre antes de dormirse. En una mujer cuyo corazón estaba estrujado por pérdidas la llegada de un hijo puede ser una salvación. Le gustaba verlo reconocerse en el agua del río, o verlo desfilar en la época del jardín. Le enseñó a tomar mate, a montar barriletes que llegaran alto, a ser feliz, a no llorar. Temía que volviera a aprender a llorar, como ella lo hizo con la partida de su madre. Vivía con miedo, no lo podía evitar. No quería perder también a Leopoldo.
En julio, en invierno, en la helada, Leopldo comenzó a traer papeles en los bolsillos. Eran poemas, amarillentos de viejos, y creía reconocerlos. La letra era de Antonio. Minoú preguntaba y preguntaba, y se cansaba de preguntar, al pequeño si había encontrado a alguien, si había hablado con alguien, si alguien le había dado esos papeles. El respondía fríamente que no, desconcertado ante el indisimulable nerviosismo de la madre. Cada día los papeles eran más, parecían multiplicarse junto con las preocupaciones de Minoú. Llegó hasta ir al colegio, pidiendo y rogando entre lágrimas que vigilaran a su hijo, que alguien lo estaba siguiendo, que le ponía poemas y libros en los bolsillos. Por supuesto nadie cedió ante tan ridícula petición.
Cada día los poemas se multiplicaban, con la letra de Antonio. Y sus libros, esos malditos libros, aparecían en los bolsillos y en la mochila del pequeño. Paul Valéry, Faulkner, Dickens, Dostoievsky. Los mismos malditos libros. Minoú se sentía sola, y cansada. También sentía una culpa corrosiva por haber dejado a Antonio, que se expandía por sus venas y sus dedos, que manchaba todo lo que tocaba, los picaportes que giraba, los sillones donde se sentaba.
El primer día de primavera. Minoú se sentó en la vereda a esperar a su hijo, como lo hacía siempre. Jamás volvió. Desesperada corrió a la escuela, pero las maestras simulaban no haberla visto nunca. Ella sabía que simulaban. La habían visto, la habían visto siempre. Ellas decían no tener registro de ningún Leopoldo. Otra vez la habían abandonado.


Minoú Regantée se suicidó una tarde lluviosa de primavera. Sus vecinos la recuerdan como una mujer sola, abandonada por­­­­ todos, hasta por su propia cordura.

lunes, 27 de mayo de 2013

Poema

Quitarle a la historia
su condición de invariable.
Quitarle sus sinrazones,
sus grises tonos corales.
Cambiar a la historia
con manos de sangre
de sudor y de arena
(amarillo asfixiante).
Con asfalto y con lodo
intentar acercarte
las ficticias historias
del país de las artes,
de letras y formas
sonidos y esperas
de ausencias eternas
que maman presencias.
De almas que nunca
conocieron descanso
intentado encontrarnos
un tibio estrado,
con sábanas blancas
y azul-eco pasos.
Nocturnidades absurdas
victorean peleas
derrotando a las fieras
de los días en penas
que muerden las venas
de las femes Dulcineas
que Quijotean al borde
de un río de estrellas
esperando que llegué
una noticia envuelta
en llamas de fuego,
de agua y de cedro
para convertirlas en algas
cuando sea el momento.

martes, 23 de abril de 2013

El destino de Patricio


Lo vi desde la ventana y parecía a simple vista inexplicable: Mateo caminaba por el pueblo haciendo el mismo recorrido -con las mismas calles, la misma hora y el mismo día - que, muchos años atrás, había obsesionado semanalmente a su finado padre. Esta caminata hubiera sido irrelevante si la hubiese visto cualquier otra persona en lugar de mí. Pero yo sabía quién era su padre, el de Mateo, y era nada más ni nada menos que Patricio Baronivsky.
Hombre mágico, si los hubo, Patricio Baronivsky llamó mi atención desde el comienzo. Contaba yo con tan solo diecisiete años cuando su atemorizante belleza me indujo en una timidez petrificante mientras se acercaba a mí,  preguntándome en voz alta por primera (y única) vez mi nombre, en una de las plazas del pueblo. Le contesté “Fernanda” con el restringido aire que quedaba en mi cuerpo, que lo recuerdo frío y doloroso durante esos segundos. Sonrió y, luego de mirar para los costados, salió corriendo detrás de otra muchacha, mucho más bella que yo, por supuesto. Es innecesario decir que quedé ansiosamente enamorada luego de ese encuentro. Lo busqué en los únicos tres colegios que conocía, no lo encontré en ninguno. No me sorprendió, ya que por su aspecto parecía ser mucho más grande que yo, y lo era. Jamás antes lo había visto, y me atemorizaba tanto, hasta el punto de la desesperación, pensar que jamás lo volvería a ver. Era ese miedo a no encontrar jamás que solo sentimos con limitadas personas y objetos. Yo entiendo que esto, a sus ojos de lectores, pueda parecer ridículo, pero no me malentiendan, por favor. Mi enamoramiento no provenía de una manifestación hormonal de adolescente, como antes me había sucedido. No, este enamoramiento y estas ganas de encontrarlo otra vez iban más allá de la pura atracción sexual. Yo quería encontrarlo porque creía, y sabía, que algo necesitaba de él o que, al contrario, algo él necesitaba de mí, y yo estaba dispuesta a dárselo, fuese lo que fuese.
Meses después del primer encuentro (un mes en donde las tristezas y los llantos parecían haberme dado un aspecto más adulto) me lo encontré recorriendo el pueblo. Me reconoció al instante y me invitó a caminar juntos. Le pregunté cómo fue que había logrado reconocerme después de tantos meses, esperando secretamente que el dijera algo como “Jamás podría olvidarme de una mujer tan bella”. No fue así, solo se limito a decir: “En mi memoria convergen todos los datos del Universo, por más insignificante que sean. Mi mente no posee ese encanto que ustedes llaman olvido”.  Hablaba como si no perteneciera a este mundo, pero sus ojos tristes y cansados bastaban para reconocer que, al menos, se había criado en él.
El camino era zigzagueante y, por momentos, hacía parecer mucho más enorme a nuestro pueblo. Pregunté si lo realizaba seguidamente, y me contestó que sólo una vez por semana. Me contó además que intentaba recorrer ese camino lo más asiduamente posible ya que, de una semana a la otra, siempre lo veía diferente. Y dijo algo aún más extraño luego que, si mal no recuerdo, era más o menos así: “Los dioses no saben de espacios. Es decir, nadie me asegura que este camino que yo hago semanalmente sea el mismo camino cada vez. Quién sabe si un día, quizá, encuentre la rasgadura del velo en él. Es decir, esa puerta a una cosmovisión pura, a la vista de un Dios”.
Me dejó en mi casa. Yo esperaba un beso y no me lo dio. Le pregunté si lo volvería a ver, me dijo que sí, que el mundo es harto repetitivo y que estamos destinados a vivir siempre las mismas cosas. Era imposible entonces que otro encuentro no surgiera.
Yo no me avergüenzo al decir que espere ese encuentro por años. Se preguntarán porque no iba a esperarlo en una de las esquinas de su camino cotidiano. Es simple: no podía alterar su camino. El me había explicado que el encuentro tenía que surgir, que una voluntad puesta en un lugar que no se debe puede llegar a ocasionar  catástrofes terribles.
Un día, cuando la resignación ya comenzaba a rozar mi piel, encontré a Patricio caminando. Me dijo esto: “Tantos años pasaron desde nuestra primera caminata. Ese día descubrí que me había enamorado de vos, y que el amor y su concreción rompían el velo de maya y otorgaban a sus participantes la cosmovisión pura. Tristemente, jamás volviste a cruzarte en mi camino. Y yo, ahora, ya estoy muy viejo, y el amor solo le pertenece a los jóvenes”. Luego se fue, mientras el sol iluminaba su escaza cabellera plateada.
Y ahora está Mateo, su hijo, buscando lo que él jamás encontró. Esperemos que lo encuentre, o tal vez el amor sea solo eso: un laberinto. La búsqueda interminable de una visión verdadera del Universo que está destinada al fracaso.

domingo, 21 de abril de 2013

Pasado


La cara de Dios encriptado
Bajo un pilar de monedas
Con fechas de días pasados
(Angustias de piedras y arenas).

Nubes de blanco colérico
Algodonización de las cosas que fueron
Pasado de arpías mamando
Los senos áureos del cielo.

Pocas cosas hay misteriosas
Como aquella navaja de hierro
Que cortó para siempre a las hadas
Atadas del río del tiempo.

La hermana mejor separada
Sin duda es la menor - la odiada
Pasado se llama y llora las causas
De las invariables decisiones -tomadas.                   

Hay algo en pasado que anuncia
Que presente y futuro son tenues
Que nos ríen siempre al perderse
En un mármol que no puede escogerse.

jueves, 14 de marzo de 2013

Amor de institución.


La verdad es que trabajo para una empresa humanista, la cual se encarga de brindarle a personas desgraciadas algo que debería sernos otorgado desde nuestro nacimiento: el amor.
Así es. El buen hombre de mi jefe, por ser tan buen hombre, fue elegido décadas atrás por las musas para que en su cerebro floreciera una idea maravillosa. Esa idea le fue implantada en su adolescencia, cuando, luego de enamorarse y disfrutar de los placenteros frutos del amor, fuera rechazado por la misma persona que una vez le había jurado la eternidad absoluta. ¿Cómo puede ser que una misma mujer o un mismo hombre nos pueda brindar tanto placer y tanto dolor en una misma vida? La iluminación le llegó a mi tan-buen-hombre-jefe cuando se le ocurrió que los males del amor se debían simplemente  a que su naturaleza consistía en que cada una de las personas de este mundo están destinadas a ser correspondidas por otra persona particular y por ninguna más, pero que raramente un enamorado era capaz de encontrarse con ella, con la persona destinada para él y su amor.  
Entonces una institución debía ser creada para encargarse de localizar y administrar de manera eficaz a la persona destinada para cada enamorado. Mi jefe la creó, y yo fui su primer cliente.
Esa es la historia del nacimiento de esta empresa, a la cuál le soy fiel eternamente, dado que también fui yo un afortunado cliente de sus servicios, cuando me fue encontrada la persona con la que estoy felizmente casado hace más de 10 años.
Con gusto explicaré a continuación el procedimiento que utilizamos para la búsqueda de la persona.
En harto simple el sistema entero. Comienza cuando uno entra en la habitación indicada. Allí se encuentra solo frente a una mesa, sobre la cual están apoyados un papel y una birome. Usted escribe un verso. No tiene mucho tiempo para pensarlo, ya que el pensamiento es enemigo de la poesía. Una vez terminado, nos entregará la hoja con el verso y se retirará a su casa, esperando recibir nuestro próximo llamado.
Mientras usted muere de ansias esperando, nosotros cargamos su verso a nuestra base de datos. En ese momento su verso coincidirá con el de otra persona, que será idéntico al suyo desde cada palabra hasta cada punto y cada coma. El autor de ese verso gemelo es la persona destinada para usted. Luego lo llamamos, organizamos un encuentro y, delo por hecho, consiguió un amor para toda la vida.
De esa manera logramos unimos a miles de personas, las cual nos agradecieron en su boda, en el nacimiento de sus hijos, y en el nacimiento de sus nietos.
Ayer llegó a la oficina de la empresa un joven de aspecto taciturno. Pálido, flaco, esquivando la mirada, nos imploró nuestros servicios. Le hicimos escribir el verso, desde luego. Cuando lo leímos supimos que estábamos frente al verso más hermoso que jamás hayamos podido leer en nuestras vidas. Lamentablemente,  jamás coincidió ese verso con ningún otro. El joven, al encontrarnos incapaces de otorgarle  alguna explicación, se enfureció tanto que colgó el teléfono luego de decirnos que su demanda por estafa no tardaría en llegarnos.
Quise creer que el sistema no había fallado, y que el error se debía a que su pareja aún no había nacido o que ya estaba muerta. Quise creerlo realmente, pero no pude.
Cuando llegué a mi casa mi mujer no se encontraba allí. Había dejado una nota. Decía: “Me escapé con otro hombre. Ya no te amo.”

lunes, 4 de marzo de 2013

Evaristo

Los dioses han obsequiado a una pequeña cantidad de personas el don de ser testigos de hechos maravillosos y fantásticos. Lamentablemente, nunca fui perteneciente a ese ínfimo número de privilegiados. Los días de mi vida me encontraron siempre viviendo de manera rutinaria, llegando a favorecer a mi memoria: Nada hay que recordar, pues nada puede ser olvidado en una existencia en la que abundan repeticiones.
Mi aburrimiento permanentemente inspirado y sostenido por todo lo que se atravesara delante de mí vista y de cualquiera de mis otros sentidos derivaba en un constante estado de reflexión melancólica. Llegué hasta creer que nada en el mundo podría asombrarme, ni a mí ni a las generaciones venideras. Nos encontrábamos en un mundo totalmente ya formulado, donde cada cosa tenía ya su símbolo, donde todo estaba ya creado.
El primer Miércoles de Julio -día de la semana totalmente aburrido, ya que no permite ni la relajación del fin de semana, ni la tensión de su inicio- llegó a mi ciudad - y por consiguiente a mi casa- desde Inglaterra, mi primo Evaristo, con quién había compartido la infancia, esa época de la vida en la que el horror y el asombro  convergen amablemente. Apareció en la temprana mañana, tocó fuertemente mi puerta, con la decisión que en el pasado supo diferenciarlo frente a nuestra familia de mí. Lo vi, al abrir, con menos de su rojizo pelo, aunque llevaba aún consigo su robusto e imponente cuerpo de siempre. Con algo de desgano, pero obligado por las responsabilidades que conllevan los vínculos sanguíneos, acepté su solicitud de estadía en mi casa, ya qué mi nobleza no permitía que dejase a un familiar durmiendo bajo los puentes.
Una vez instalado, en la hora del almuerzo, preguntó por mi madre a la cuál él confería un agigantado aprecio. Contesté "muerta". Evaristo reaccionó con una sorpresa algo atristezada, muy esperable ya que mi madre consentía, a mi parecer exageradamente, a su sobrino. Debe haber creído, mi primo, que recordarla sería una cortesía, ya que despachó una ligera antología lacrimosa sobre mi difunta madre. Vacilé en admitir con completa seguridad el hecho de que esas historias fueran enteramente reales, ya que algunas fechas y lugares me parecieron ilógicos e inconexos; por ejemplo, habló sobre un paseo por las calles Alemanas de Munich. Jamás mi madre viajó o estuvo en Alemania. De todas maneras, pensé que quizá era un error de Evaristo o, en el peor de los casos, un hecho ignorado por mí. Como la conversación comenzaba a incomodarme (ya que parecíamos estar hablando de una mujer diferente) intenté cambiar la dirección de la charla. Inquirí sobre la vida de Evaristo con algunas preguntas, el se limitaba a contestarlas vagamente. Logré que me confesara los motivos de su despido en la metalúrgica, la estafa (que el enfatizó en denunciar), las repercusiones en su pueblo y el exilio final. Admito que sus penurias me hubieran conmovido -soy humano después de todo- de haberlas creído. El esfuerzo de mi primo por figurarse víctima, y el conocimiento de su manera vivir, eran razones suficientes para no creer en los motivos por los que el decía encontrarse en mi pueblo. De todas maneras fingí creerle, y le ofrecí que fuera a dormir una siesta, con la excusa de que su viaje me parecía tan largo como para merecer un descanso dentro de una cálida cama. Accedió, y luego del whiskey subió a la habitación que le había preparado.
Yo, mientras Evaristo dormía, me atreví a telefonear a su mujer, sólo para enterarme que ya no lo era más. Mi primo había tenido un amorío con la hija del jefe de la metalúrgica, y había sido descubierto; por lo cuál su mujer lo había echado de la casa, y supuse que luego él decidió también el exilio de su ciudad. Me pregunté porqué mi primo buscaría alojamiento en mi casa, que no visitaba hacía más de una década, y mentiría acerca de su desdicha. Razoné sobre esto poco tiempo, y llegué a la conclusión de que él se horrorizaba de solo pensar en una condenada social o familiar. ¿Que pensaría nuestra entera familia de su affair? La verdad es que nada le importaba a nadie, excepto a él.
Evaristo convivió conmigo, los primeros días, de manera casi imperceptible. Solo lo veía en las comidas, luego de ellas se encerraba en su habitación por largas horas. Varias veces intenté convencerlo de que saliéramos a dar un paseo por el pueblo, que tanto había cambiado, pensaba yo, desde su partida. Cuando finalmente accedió, luego de ver en silencio las edificaciones de últimos tiempos que le mostraba, me contestó con su tono grave y seguro que el pueblo había cambiado tanto como él, quizás hasta menos. "Sabés primo, me dijo, lo que sucede es que en la infancia todo parece estar llamando a ser descubierto y, ha medida que uno crece, nota que mientras más descubre el mundo más se oculta el hombre".
Cumplido un mes de su estadía, mi primo parecía comenzar a comportarse de manera más entusiasmada. Supe que dentro de su habitación se encontraba trabajando en algo que parecía, ahora, estar dándole resultados satisfactorios. Mi curiosidad comenzaba a nacer. Le pregunté si podría acaso ser capaz de confesarme a que se debía su encierro. Me contestó con enojo que no podía contarme, que esperara, que ya lo vería. Confié en que así iba a ser.
La noche siguiente sentí extraños ruidos que provenían de su habitación, ubicada arriba de la mía. La curiosidad le gano a mi respeto, y entré. Evaristo se encontraba hablando con una anciana, que yacía inmóvil y pálida en la cama, mirándolo mientras él le llevaba algo de beber a su boca. Esa anciana, al examinarla por algunos minutos, resultó parecerse a mi madre. Evaristo, cuando me vio parado unos centímetros alejado de la puerta, dio un enorme salto, me empujó de un golpe y cerró la puerta con fuerza y con llave. Yo golpeé y lo llamé con enojo. Fue predeciblemente inútil. Creí estar volviéndome loco, creí que quizá la mujer que había visto no era mi madre; creí y desee creer que no pudo haber sido mi madre.
Al hacerse el día, subí a invitar a Evaristo a desayunar y, además, poder preguntarle sobre lo que mis ojos pudieron llegar a ver en la noche. Nadie contestó a la puerta de su habitación, me arrepentí de haberle conferido la única llave. Forcé el cerrojo y abrí la puerta, pero me encontré con una habitación vacía, con el aspecto de no haber sido usada en años.
Luego de unos días de perplejidad, llamé por segunda vez a la mujer de Evaristo, convencido de que quizá habría intentado volver a su casa. Me contestó, de una manera desesperada entre llantos, que Evaristo había decidido suicidarse. Habían encontrado su cuerpo meses atrás, un día después de mi primer llamado, en un hotel de su ciudad.
Desde ese día recuerdo con nostalgia los tiempos en los que nada era capaz de sorprenderme.