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lunes, 23 de septiembre de 2013

Cómo combatir hormigas

Ya conocía la historia de que Dios, arrepentido por la vastedad de su creación, dio vida a las hormigas para que poco a poco se comieran entero el planeta. No funcionó, claro; ahora comen día tras día el jardín de mi casa, con una organización y una perseverancia que no logré ver en casi ninguna persona.
Mis tardes consisten en exterminar a esos bichos de las maneras más crueles posibles, y hasta suelo imaginarme como un dictador anónimo y antiguo, mientras les salpico sin culpa el veneno que compra Carmen en el almacén de la esquina, que a decir verdad no es nada barato, lo que hace que cada salpicada que haga tenga que ser efectiva, sí señor, sí Carmen.
Como más sabe el diablo por viejo que por diablo, desarrollé algunas tácticas y estrategias que me animo a decir están a la altura de un General de ejercito. La que se me ocurrió el otro día, mientras desayunaba, es la que creo será más eficiente. Tanto que estoy seguro de que si existiera algún premio de las tácticas y estrategias para matar hormigas debería serme dado a mí. Debería recibirlo entre aplausos, entre gritos de mujeres, y claro de Carmen, parada ahí firme junto a mí, mientras sonrío recibiendo aplausos y aceptando el premio agradeciéndoles a las hormigas, que muchas gracias, que sin ellas no hubiera sido posible, y Carmen, ahí, llorando. Y yo.
La táctica comienza con ganase la confianza de las hormigas. Para eso instalé una carpa en la parte más alejada de mi jardín, que es muy extenso. Luego entendí que no funcionaría de esa manera, ya que la carpa es un habitáculo demasiado extraño y de seguro las ahuyentaría, entonces en la tercera noche la desarmé y me arrojé a dormir en la intemperie. Como aún estábamos en invierno el rocío en el pasto llegaba a congelarme todo el cuerpo. Yo que no soy friolento, sentía frío, pero sabía que era lo más inteligente que podía hacer, ya que había que ganarse la confianza de la hormiga; tenían que naturalizarme, verme ahí como deben ver a las piedras o a las pelotas de fútbol que Carlitos dejaba olvidadas. 
Carmen salía tres veces por día. Me cebaba mates amargos. Aunque yo le ofrecí varias veces pasar la noche conmigo (la luna se veía hermosa desde allí) ella rehusó la oferta, y dijo que estaba loco, que ella iba a dormir con sus habituales sábanas y almohadas. Yo casi no recordaba esas comodidades, estaba a punto de ganarme la confianza de las hormigas y así, clavarles el puñal por la espalda, la ansiada traición de Judas cuando menos lo esperaran.
Una mañana, para mi sorpresa, advertí que los bichos ya no construían su camino rodeándome, sino que me atravesaba completamente. Luego de unas horas ya las tenía todas encima de mi cuerpo. Me picaron sólo al principio, luego les serví de  puente para esa inmensidad verdosa que ellas tomaban como universo.
Reconozco que cuando comenzaron a crearse los hormigueos alrededor de mi cuerpo hubiera sido la oportunidad perfecta. Habían caído tan inocentemente en mi trampa, ya no importaba cuantos meses yo llevara allí, ya no importaba haber dejado de ver a Carlitos con la pelota o a Carmen con sus amargos, ya estaban ellas ahí, al alcance de la palma de mi mano. Las podía matar a todas desparramando los hormigueros por doquier, o llenándolos de agua o de veneno. Podía por fin volver a jugar al dictador.
Irónico sería verme ahora junto a ellas, formando fila y cargando en mi espalda las hojas de lo que alguna vez supe llamar mi jardín, pero que ahora llamo universo.

martes, 17 de septiembre de 2013

Volver a enamorarse

  La historia que narraré me fue referida por los hermanos Juárez, una tarde en la que los encontré paseando por su querida Córdoba. Advierto que de no haberla escuchado por ellos no tendría ningún lugar en estas páginas; sin embargo, los relatos de la gente que uno aprecia merecen el esfuerzo de la confianza.
Intentaré que mi narración esté a la altura de los hechos, y hasta puede que los años me dejen suprimir algunos prescindibles y molestos detalles.
  Rosendo Cagnoni vestía de negro traje los días martes, jueves y viernes. Ya casi se cumplían cinco años desde que había enviudado, por lo que todos le tenían alguna lástima. Se jactaba de no haber deseado a otra mujer desde la partida de su finada esposa y perpetuaba el recuerdo visitando su tumba los días martes, jueves y viernes, vestido de negro traje. Las flores que le llevaba eran diferentes de acuerdo a su estado de ánimo: los días en que más la extrañaba eran amarillas, los días en que entendía su ausencia –porque los caminos de Dios son misteriosos- eran rojas, y los días en que la odiaba por haberlo dejado sólo eran negras. Las flores las pagaba con su sueldo de herrero, que era lo único que lo entretenía los largos días de verano.
  Su rutina cambió cuando conoció a Paula. No sabemos dónde ni cómo fue que la conoció, pero no resulta difícil suponer que se enamoró de ella repentinamente, aún sin saberlo. También podríamos conjeturar -por lo que dijeron los vecinos- que el primer signo de ese enamoramiento, al menos el primero que él reconoció, fue la honda culpa sentida al dejar de visitar el cementerio en que yacía su difunta esposa.
  Rosendo, mientras veía esas revistas donde abundan las modelos, se divertía haciéndose saber que una mujer como Paula jamás podría figurar en ellas. Sus grandes ojos, su piel blanca como la leche y sus pequeños pechos no coincidían con ninguna de las esculturales mujeres de ese catálogo. Creía así confundir a su deseo, pero no lo lograba. Que le importaba que Paula no pudiera encajar en esas revistas, si él ya estaba enamorado y ella ya tenía el hábito de aparecer en sus sueños.
  Obedeciendo a su pasión, Rosendo la siguió un día hasta su casa y antes de que entrara, fingió con torpe espontaneidad un encuentro. Ella, más distraída que atenta, creyó en ese encuentro y aceptó ir a tomar un café con él, tal vez por lástima, tal vez por deseo, tal vez por ambos.
  Los encuentros con Paula se volvieron más cotidianos, en la misma medida en que se volvían más tensos, más incómodos, más sexuales. Bastaron pocas semanas más para que la primera noche de noviembre los encontrara compartiendo la misma cama.
  Así estuvieron algunos meses, en los que Rosendo sentía resurgir su espíritu joven, en los que creía estar viviendo en una segunda primavera. Paula, sin embargo, cada día más taciturna, comenzaba a rechazar esos encuentros y a inventar irrisorias excusas para no verlo.
  Un día, lo dejó.
  La explicación que le dio a Rosendo es harto conocida por todos los hombres: creía estar enamorándose, y no deseaba hacerlo, porque en su adolescencia un hombre la había enamorado y dejado a los pocos meses, y desde ese día se prometió no volver a permitirse enamorarse.
Rosendo, sumido en una agonía nueva, sacó su traje polvoriento del ropero, y volvió a vestirse con él, sólo que ahora lo usaría todos los días.
  Al poco tiempo se volvió cliente de un pequeño boliche de la ciudad, en el que se destacaba por ser el cliente más viejo. Los jóvenes lo odiaban, porque él debía estar en otra parte, en cualquier otra parte, menos allí.
  Cierta noche cualquiera, de esas que no prometen ninguna fortuna, Rosendo notó que una adolescente, apenas una niña, lo miraba constantemente. Su experiencia le hizo notar que la joven lo miraba con deseo y, como no tenía nada mejor que hacer, se acercó hacia donde ella estaba.
  De tez blanca como el azúcar, la muchacha se prometía bella y él, que era un hombre que gustaba de apreciar la belleza, no tardó en desearla. La tomó de la mano, y cuando quiso acordarse la muchacha ya era mujer y ya dormía a su lado, con los senos al aire.
  Así estuvo por meses, enseñándole a la niña todo lo que él sabía del amor y, por qué no, de la muerte.
  Cuando se cansó de que ella no fuera la que él realmente amaba, la dejó.
 Entonces la sufriente adolescente de tez blanca llamada Paula se prometió no permitirse volver a enamorarse jamás de ningún otro hombre.

jueves, 5 de septiembre de 2013

El visitante y la isla

Santiago llegó a la isla y su arena le pareció una gigantesca mancha amarilla, que contrastaba con la inmensidad azulada del mar, acariciándola con la espumosidad de sus olas. El desembarque no había sido forzoso; el agua se hamacaba templada como las almas orientales. Un cangrejo se deslizó bajo un hueco, aterrorizado ante el cansado primer paso del intruso, que sin saber miraba por primera vez con ojos cristianos aquella virginal geografía.
La isla, que seguramente no se extendía más que la ciudad de Roma, parecía ante las medidas de nuestro visitante un ajeno planeta, con sus particularidades y sus extravagancias.
La noche que cayó después de su llegada -convirtiéndola en anónima y segura- lo obligó a improvisar un refugio. Basto la madera de su bote y algunas enormes hojas y piedras para que la construcción lo acercara a una comodidad que le resultó familiar, recordándole otra vida.
Santiago, que conservaba algunas provisiones rescatadas del barco, comió lo que intuyó que sería su última cena. El pescado deslizándose por su garganta era endulzado por el vino, cálido y barato. Quizás, podríamos sospechar, lloró esa noche. Quizás sintió esa noche, al cerrar los ojos, la soledad de su existencia acentuada por la isla.
Un sueño, formulado por la luna llena o por la locura, fue recordado de esta manera: una gaviota blanca, que se confundía con las nubes, descendía del cielo para tragarlo. Dentro de su estómago, Santiago se encontraba con su tripulación, sólo que ninguno de ellos tenía armas ni dedos. Una mujer se encontraba allí también, sin que él pudiera precisar su identidad.
Luego se despertó, mientras los mosquitos devoraban su piel y su sangre, la que antes fuera usada para magníficos sacrificios. El calor, ennegreciendo su piel, lo tentaba a nadar. Mientras se desnudaba para hacerlo, una sustancia viscosa en el agua, que prometía ser una especie de animal, lo desanimó. Pensó que una muerte en la tierra sería mucho más digna que una muerte en el mar, y que de morir allí nadie jamás encontraría su cuerpo, y no podrían realizarse los rituales correspondientes que lo llevarían al descanso eterno.
El tiempo que sucedió a su llegada (imprecisable para él y acaso para nosotros) le sirvió de excusa y de maestro. Entre otras cosas aprendió una muy importante: consentir cada capricho de la isla. De esta manera, nuestro héroe comenzaba a conocer las técnicas que lo mantendrían con vida, tales como crear caminos a fuerza de machazos con el fin de que sirvieran para recorrer largas distancias; distinguir la fruta buena de la futra mala; conocer su gusto por el pescado salado del mar; fabricar maravillosas instalaciones en honor a algún dios ya ignorado e ignoto.
Sin aviso y sin preverlo -como emergen las verdaderas desgracias- el ejercicio de intentar recrear la imagen de la mujer que observó y no reconoció en su sueño, el de la primera noche en la isla, comenzaba a obsesionar sus tardes. Con arena, piedras, hojas y escamas intentaba alcanzar la figura de esa mujer, creyendo que la identidad de ese rostro estaba escondida en la profundidad de su alma, y que para alcanzarla bastaría con intentar una y otra vez hasta dar con los rasgos precisos, y que lo sabría cuando su corazón latiera como latió al despertar de ese sueño, inconfundiblemente.
Tardes enteras morían en el intento de saciar su ansiedad. Luego pasaron a ser tardes y noches, en las que olvidaba comer; ya al final se convirtieron en tardes, noches y mañanas, en las que se olvidaba de comer y dormir. Fue así como no transcurrió mucho tiempo hasta que comenzara a olvidarse de todo, de su nombre en aquella ya lejana otra vida; de sus necesidades, alegrías y miserias en la isla; de su inocente esperanza de ser rescatado. Olvidó todo aquello que no fuera su obsesión por la secreta y aguardada figura.
Harto de la frustración que le causaba no encontrar jamás la imagen de esa mujer, y tal vez infundido por un destello de última lucidez, el visitante decidió derribar la figura y arrojarla al mar. Al hacerlo sintió una nostálgica libertad, similar a la que se siente cuando se abandona un vicio.
No funciono. Todas las mañanas la marea traía consigo la escultura, entera, tal como era antes ser destruida.
Ya con primitiva inteligencia, el intruso creyó que la imagen regresaba porque la identidad había sido encontrada, tal vez el mar lo había notado antes que él.       
Esa noche esperó sentado en la playa a que la estatua apareciera. Una esperanza crecía y modificaba su respiración, esperanza de creer que reconocer a la mujer sería reconocer su propio rostro, y así volver a tener nombre; así recordar quién fue alguna vez.
Cuando el sol comenzaba a cruzar el lejano horizonte, la marea alcanzó a los pies del dormido visitante la esperada escultura. Su inocente mano tembló al quitar las últimas algas que ocultaban la imagen. Cuando ya estuvo limpia, se acercó hacia el rostro para observarla mejor.
Nada. La mujer aún no le parecía nada. Una deshumanizada figura tallada en piedra y madera, sólo eso. Una mujer, que podría ser cualquier mujer. Sólo eso.
Entonces la dejó deslizarse de nuevo hacia el mar, no sin alguna decepción.
La escultura jamás volvió a aparecer por la isla, tal vez anunciando a nuestro visitante que él ya era otro, que nada de lo que había sido antes tenía lugar en la isla. Ya no existía en su espíritu ningún pasado que no fuera el de arena y de playa.
 Acepto tranquilamente, entonces, su patético destino.