Ya conocía la historia de que Dios, arrepentido por la vastedad de su
creación, dio vida a las hormigas para que poco a poco se comieran entero el
planeta. No funcionó, claro; ahora comen día tras día el jardín de mi casa, con
una organización y una perseverancia que no logré ver en casi ninguna persona.
Mis tardes consisten en exterminar a esos bichos de las maneras más
crueles posibles, y hasta suelo imaginarme como un dictador anónimo y antiguo,
mientras les salpico sin culpa el veneno que compra Carmen en el almacén de la
esquina, que a decir verdad no es nada barato, lo que hace que cada salpicada
que haga tenga que ser efectiva, sí señor, sí Carmen.
Como más sabe el diablo por viejo que por diablo, desarrollé algunas
tácticas y estrategias que me animo a decir están a la altura de un General de ejercito. La que se me ocurrió el otro día, mientras desayunaba, es la
que creo será más eficiente. Tanto que estoy seguro de que si existiera algún
premio de las tácticas y estrategias para matar hormigas debería serme dado a mí.
Debería recibirlo entre aplausos, entre gritos de mujeres, y claro de Carmen,
parada ahí firme junto a mí, mientras sonrío recibiendo aplausos y aceptando el
premio agradeciéndoles a las hormigas, que muchas gracias, que sin ellas no
hubiera sido posible, y Carmen, ahí, llorando. Y yo.
La táctica comienza con ganase la confianza de las hormigas. Para eso instalé
una carpa en la parte más alejada de mi jardín, que es muy extenso. Luego entendí
que no funcionaría de esa manera, ya que la carpa es un habitáculo demasiado
extraño y de seguro las ahuyentaría, entonces en la tercera noche la desarmé y
me arrojé a dormir en la intemperie. Como aún estábamos en invierno el
rocío en el pasto llegaba a congelarme todo el cuerpo. Yo que no soy
friolento, sentía frío, pero sabía que era lo más inteligente que podía hacer,
ya que había que ganarse la confianza de la hormiga; tenían que naturalizarme,
verme ahí como deben ver a las piedras o a las pelotas de fútbol que Carlitos
dejaba olvidadas.
Carmen salía tres veces por día. Me cebaba mates amargos.
Aunque yo le ofrecí varias veces pasar la noche conmigo (la luna se veía hermosa desde allí) ella rehusó la oferta, y dijo que estaba loco, que ella iba
a dormir con sus habituales sábanas y almohadas. Yo casi no recordaba esas comodidades, estaba a punto de ganarme la confianza de las
hormigas y así, clavarles el puñal por la espalda, la ansiada traición de Judas
cuando menos lo esperaran.
Una mañana, para mi sorpresa, advertí que los bichos ya no
construían su camino rodeándome, sino que me atravesaba completamente. Luego de
unas horas ya las tenía todas encima de mi cuerpo. Me picaron sólo al
principio, luego les serví de puente para esa inmensidad verdosa que
ellas tomaban como universo.
Reconozco que cuando comenzaron a crearse los hormigueos alrededor de mi cuerpo hubiera sido la oportunidad perfecta. Habían caído tan inocentemente en
mi trampa, ya no importaba cuantos meses yo llevara allí, ya no importaba haber
dejado de ver a Carlitos con la pelota o a Carmen con sus amargos, ya estaban
ellas ahí, al alcance de la palma de mi mano. Las podía matar a todas
desparramando los hormigueros por doquier, o llenándolos de agua o de veneno.
Podía por fin volver a jugar al dictador.
Irónico sería verme ahora junto a ellas, formando fila y cargando en mi
espalda las hojas de lo que alguna vez supe llamar mi jardín, pero que
ahora llamo universo.