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domingo, 25 de agosto de 2013

El sueño

Con la cara blanquienrojecida, Luisa observaba el brillo del arma. Sin duda, la noche que se confundía con su negro metal prometía un tamaño apócrifo. Toda la delgadez de su brazo enloqueció al tomar ese revólver y sujetarlo con falsa seguridad. Por último, el disparo final, que resultó en el despertar del sueño, del que emergía sudorosamente, sudada. La sábana, amarilla y con flores, se pegaba levemente a su cuerpo, con una espesa humedad. La luz de la lámpara iluminó un rostro. Carlos dormía a su lado, roncamente. La serenidad onírica le daba un aspecto aún más despreciable. Lo odiaba secretamente y deseaba que esa vigilia que sentía caer sobre su flaca y desnuda espalda no fuera más que otra pesadilla. Percibía, quizás al preparar un té o al coser una pollera, el fresco saludo del aire en su niñez, en el campo. Caballos cimarrones, negros y en menor cantidad blancos poblaban los destellos de su memoria, en la que descansaba una amarga esperanza. Esperanza de un recuentro con la felicidad, con la despreocupación y la inocencia, con el amparo de la soja y el trigo.
De repente, un súbito movimiento. Ágilmente Carlos sacudió una de sus grandipeludas piernas. Luisa tomó su rubio cabello, lo mordió y lo chupó, enredándolo en sus dedos. Nervios. La casa de papá quedaba tan lejos. La adultez, se animaba a esbozar, queda lejos de todo. Recordó también el perfume de alguien, que ya no tenía cara, pero su dolor de cabeza no le permitió recordar más. Descendió bajo las sábanas y se prendió el corpiño, imperceptiblemente rasgado, para ocultar la obscenidad de sus senos. Luego, enderezándose, escapó de la cama. Vistiéndose con preocupada calma, abrió con lentitud la puerta, para que su compañero no se despertara, y salió.
Ya en la calle, junto con el frío, tocó su piel Alejandro. La besó bruscamente, apretujándola contra su enorme cuerpo. Ella lo golpeó, deseando tal vez alguna suavidad. Las estrellas no brillaban. Su rostro, a diferencia de otras noches, tampoco. Lo blanquirosado de su tez y sus claros ojos le daban un aspecto fantasmal. Quizás Alejandro sintió, al verla, algo de miedo. Ella lo iba a dejar esa noche, pero su cobardía no se lo permitió. Prefirió en cambio continuar las ya rutinarias y poco excitantes caricias. Prefirió sentir junto al cuerpo de su amante a la muerte, al deseo enterrado, a la esperanza desaparecida.
Luego del previsible ritual, él amante ofreció al orgullo de Luisa un gesto. Le dijo que la quería. Ella, completamente ofendida, lo despreció, así como despreciaba todas las cosas que se alineaban en la cosmología de su existencia.
Volvió a su casa y comenzó a bañarse, para borrar la casi epidérmica vergüenza. Sentía como el vapor del agua caliente inflaba sus pulmones narcotizados. La cálida lluvia de la ducha cayendo mojaba sus pequeños pechos, su flácido vientre y sus anchas caderas. Pensó, como en todas sus duchas nocturnas, en las triviales compras que haría al día siguiente. Algo extraño crecía, sin detenerse, dentro de su cuerpo. La incomodidad ganando terreno; algo dificultaba su respiración. La vida parecía reclamarle en un ahogado suspiro la culpa de miles de sueños insatisfechos.
Cuando volvió a la cama cierta luminosidad del día mostró la pequeñez y la suciedad de la habitación. Al cubrirse con las sábanas y rozar la piel de su roncante marido sintió -en medio y a pesar de esa profunda tristeza que marcaría para siempre su vida- un tibio y dulce momento de felicidad, como habría sentido en su niñez mientras corría a caballo, y logró esbozar una modesta sonrisa. 

domingo, 4 de agosto de 2013

Un amante

   La noche en el olvido del pueblo despliega un color de romanticismo que tiñe las abandonadas callecitas de tierra, la vieja pintura de casas pobres y los amplios baldíos de verdoso azul, en los que delgados caballos amarronados pasean su hambre al trote de un ritmo que amenaza con romper la inmovilidad del tiempo nocturno. Relinchando su queja parecen pedirnos a nosotros, perdidos transeúntes, el gesto cómplice de liberarlos, desalambrar su prisión y estaquearnos en el campo, contemplando con ávido orgullo su huída, su invasión a los caminos que creímos nuestros. Desalambrar así, quizás, nuestra propia prisión, que en noches de invierno como éstas nos parece no tan diferente a la de ellos, pobres cuadrúpedos explotados por el hombre.      Caminó hasta llegar a la plaza principal. El leve parpadeo de la tenue luz iluminaba las facciones de su avejentado rostro. Mariano esperó. De pronto, en un instante que asumió la responsabilidad de lo eterno, ella apareció. Cerró los ojos, y al momento de abrirlos Julia exhalaba su cálido aliento de despedida en la cercanidad de su rostro, de su cuello. Su alma deseaba irse en ese aliento con aroma a vejez, a tiempo perdido. Unirse a él y convertirse en humo de chimenea de barrio pobre en clima invernal. Irse para siempre, simplemente desaparecer.
La había conocido apenas un tiempo atrás, pero él sabía que, en las raíces más profundas de nuestro ser, el tiempo no lee calendarios. El mapa de la piel color café, con sus imperfecciones y bellezas, ya estaba dibujado en la memoria de Mariano. Él lo sabía, y la quería por eso. Porque no la podía no querer. Le hablaba, mientras la sostenía. Ella, que no alcanzó a decir nada, paso su mano de dedos largos por los labios de ambos. Cuando Mariano volvió a cerrar los ojos, ya no estaba. Su perfume, sin embargo, podía aún sentirse, y el cálido aliento aún continuaba soplando un cuello, que ya no pertenecía a  nadie.
Esa ausencia repentina, ese descubrirse abruptamente solo, en la humillación de la noche artificialmente iluminada, le recordó a otra noche, a esa en la que Julia comenzaba a asomar, de a poco pero fatalmente, sus ojos. Las imágenes parecían borrarse con cada encuentro, tanto que ya ni siquiera podía precisar el escenario en el que ocurrió el primero. De todas maneras, no olvidaría jamás el nerviosismo de una mirada, el calor de la primera caricia, la música de las primeras palabras. O bien, la música de cada sílaba de su nombre. Algo así como: Ju-lia. Ju-li-a. Jul-ia. Esa misma noche ese nombre encarnó, junto la esperanza, una desilusión. Un novio, por supuesto. Imperceptible la primera noche, tanto como inimaginable e irremediable, totalmente irremediable. Ella, dispuesta de todas maneras, con clara seguridad, esa que nace cuando creemos comprender nuestro destino, ofreció ir a su casa. Luego todo fue saliva con sabor a distintos alcoholes, sudor refrescando la espalda y los pechos calientes, cansados. Húmedos, hasta el final de la noche, hasta el final del placer. ¿Quién puede negarse al amor? En eso recuerda a la muerte. Por eso parece acercarla. Porque no se elige y nace, y crece desde adentro, infesta la sangre, la piel, las uñas. Los días y su cotidianeidad. Lo destruye, todo parece desvanecerse. Los objetos se alejan, la habitación se achica, nos encierra, hasta el último suspiro. Suspiro que contiene un grito de dolor, o de goce. El grito final. Y después, lo real, lo humano. La vida que cae y enfría los cuerpos, las camas. Quizá esté bien, así.
Julia era reclamada. Su novio, decidía los días en que se fluctuarían sus encuentros. Mariano, agonizaba berreantemente durante esos días. Se preguntaba, incesantemente, si aquel hombre incógnito besaría su risa, su ropa, su existencia tanto como él.  La extrañaba, su ausencia encontraba lugar en todas las cosas: Julia-no-en-la-comida, Julia-no-en-la-calle, Julia-no-en-la-cama. Julia-no. El lado b del ser de Julia, con toda la positividad de su ausencia. Presencia de su ausencia. Un completo no estar allí. Sí, seguramente eso era extrañar. Y la extrañaba tanto que decidía ritualizar esos días. Descomprimía el tiempo de esa manera, con pequeños hábitos que conformaban un ritual: cortar papeles de un cuaderno tapa verde y dura y encontrarles una forma, una figura; desarmar elementos electrónicos e intercambiar sus partes; aplastar brutal e insensiblemente hormigas. Rojas o negras, grandes o chicas. Apastar brutal, insensible e indiscriminadamente hormigas. Luego, ocurrí la llegada. Julia regresaba. Casi siempre se encontraban en la calle, sin citarse. Algo en la humedad del aire, en su espesor, parecía advertir sus encuentros. Julia, inconfundible figura acercándose  de lejos, volvía siempre un poco más triste. Cada vez un poco más insoportablemente triste. Mariano, que no sabía quién era su novio, comenzaba a sentir odio por él, y lástima por ella. Seguramente la sometía a las más humillantes actividades. Seguramente, casi seguramente, la trataba con violencia. “Liberarla”, surgió en su pecho. Esa palabra que sentía al ver los caballos apresados comenzó a nacerle nuevamente. Comenzó a gestarse, a murmurase a sí misma. “Liberarla”, y así liberarse. Convertirse en la llave de su libre existencia.
Cuando le comentó la idea a Julia, ella reaccionó con imprevista locura. Comenzó a gritar, a insultarlo, a decirle que no se metiera. Que nunca se metiera en su vida, en SU relación. “La violencia imaginaría que crees que me acecha es hija de tus ansias de que yo sea tuya. Pero no lo voy a ser nunca, yo sólo me pertenezco a él”. Esa frase, en lugar de inmovilizar a Mariano, no hizo más que aumentar su enfurecimiento. Decidió ir buscarlo. Decidió ir a encontrarlo.
Una noche, al comprobar que Julia dormía, comenzó a investigar. No tardó mucho hasta dar con el nombre de su reciente enemigo: Manuel Hagrelón. Algo en ese nombre le pareció familiar. El sonido que producía ese nombre en su cabeza era un sonido antes escuchado, un sonido que su mente ya conocía. Quizá lo había escuchado de la boca de Julia, o quizá ese nombre pertenecía a las jurisdicciones de algún sueño, o de alguna pesadilla. Lo cierto es que al leer ese nombre sintió, por al menos un instante, al puño de la muerte apretando su corazón. Al frío del misterio y de lo desconocido helar su sangre, hasta convertirla en una espesa nieve. Pero era, simplemente, un nombre ya conocido.
Mariano se encontraba solo cuando lo encontró. Julia estaba extraviada, incomunicada desde hacía varios días. Lo encontró mientras visitaba a su padre. El cementerio brillaba de incandescencia en la noche lunar. Dejó algún rezo en la tumba de su padre y caminó hacia la salida. Allí estaba: una tumba fría contagio a su cuerpo una temperatura glacial, y un blanco mármol hizo brillar sus ojos. Una tumba con una inscripción: Manuel Hagrelón. Un nombre tallado en mármol, sólo eso. Sólo un nombre y una tumba. Y un dolor.
Manuel Halegrón había muerto dos décadas atrás, durante un tiroteo. Su novia, Julia, murió junto a él. Y ahora sólo quedaba de ella su perfume, y un cálido aliento en el cuello de alguien.