Este encierro, y la
soledad, no logran ser consecuencias tan terribles. Sobre todo entendiendo que
ya no escucharé jamás ese pequeño y enloquecedor sonido. Quizás sea necesario
explicar que hechos me acontecieron en el último año para que ellos, lo que me
tienen aquí, hayan sido capaces de razonar y fundamentar el cercenamiento de
mis libertades. Con gusto lo haré, tiempo sobra en este lugar.
El tercer viernes
de Julio llegó, además de los pesares del clima invernal-siempre tan incómodos-,
una carta en la que el ejército nacional me notificaba sobre la muerte de mi marido
en la guerra. ¡Vaya horror el de enterarse que jamás volverá el hombre al que
uno ha amado y esperado tanto!
Luego de llorar
días y noches enteras, me decidí, y me atreví, a quitar toda su ropa de los
armarios, sus libros de la biblioteca, sus cartas de mis cajones. He leído en
libros que ahora no recuerdo –en este lugar en imposible recordar nombres o
fechas- que la perpetuación de los
objetos materiales de una persona perpetúa también su espíritu. Acosada por
esta idea, la del regreso fantasmal de mi marido, quemé todo lo que tenía aún
su olor y su nombre, todo lo que le supe alguna vez pertenecido.
La misma noche de
ese día empezó mi tormento. Mientras dormía en la habitación más alta de la
casa, comencé a escuchar extraños sonidos que parecían venir desde el sótano. Vacilé
interminables y agotadores minutos antes de atreverme por fin a encender una
vela y bajar. Las escaleras crujían más que nunca, como si la casa hubiera de
repente envejecido. A medida que mi cuerpo descendía sobre la casa –de
proporciones y espacios enormes, alardeare- el ruido se volvía más intenso y
penetrante, como si realmente se escuchara desde lo más profundo de mi
espíritu.
Finalmente llegué
al sótano. La luz de la vela al iluminar sus paredes despintadas apagó también
el sórdido sonido. Ya solo se escuchaban mis pensamientos, turbados por aquel
hecho que creía irracional y absurdo.
Yo he sido siempre
una mujer culta, entendida en temas científicos y filosóficos. Los libros
heredados de mis padres me permitieron investigar sobre fenómenos naturales de
toda índole. Esa misma tarde busqué en mis libros sobre acústica, para hallar
alguna explicación racional y satisfactoria que despejara de mi mente la
misteriosa duda sobre los sonidos escuchados aquella noche.
¡Qué desdicha la
de no encontrar una razón suficiente! ¡Qué dolor el de no encontrar en un libro
una respuesta!
Llegada la noche,
antes de decidir irme a dormir, tome algo de vino para espesar un poco mi
sueño. De esa manera creí poder dormir sin escuchar esos ruidos.
No funciono. A la
misma hora, los mismos ruidos empecé a escuchar. Eran ratas. Yo había tenido
ratas antes y sabía que ese era el sonido que hacían con sus pequeñas patas y
con sus pequeños dientes. Pero este era algo diferente, era como si las ratas
pesaran mucho más de lo que pesan las normales, porque el sonido parecía
realmente muy cercano, aunque yo supiera que procedía del sótano. Se escuchaba
desde allí, pero, a la vez, era muy cercano.
Bajé, otra vez, ya
infundida en el cansancio y en la curiosidad. Al llegar, la luz de la vela
silenció nuevamente todos los sonidos.
Creí enloquecer.
Recurrí a un fumigador y a un exorcista, para asegurarme en caso de que sean
ratas y en caso de que sea algún espectro. Tal vez el de mi marido.
No funcionó nada.
Al otro día escuché el sonido. Y al otro, y al otro, y al otro. Y así por un
año entero.
Todas las noches
descendía al oscuro sótano en busca del origen de los ruidos, y al alumbrar,
solo veía paredes despintadas y sucias, mesas rotas y armas de fuego
envejecidas. Nunca una pista de lo que pudiera estar interrumpiendo eternamente
mi sueño.
Finalmente, en una
acción desesperada de cansancio y hastío, incendié toda la casa. Entera, en un
fuego brillante y cálido.
Por eso me trajeron
aquí. Creen aún que estoy loca, que los sonidos no existieron. Pero, a decir
verdad, cualquiera que preste atención podría escucharlo. Incluso en este
lugar.