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lunes, 22 de diciembre de 2014

EL JARDÍN Y EL PIANISTA

Manuel, el mío más chico, trabaja de lunes a viernes por allá, en Villa Lía. Que trabaje de lunes a viernes está bueno, Silvia. Le permite venir a buscarme los sábados y que paseemos por el centro. Sí, sí, todavía tiene la misma camioneta. La Ford esa que usted conoció cuando la llevaba a la Maruja al baile. Exacto, esa roja grandota, media hecha percha ya.
Y, ahora está de jardinero en lo de una señora. Vio usted que el siempre fue tan prolijito, desde que iba a la escuela, desde chiquitito. Me acuerdo que tenía todos los lápices ordenados por color, en la cartuchera grande. Y a esta señora le hace un trabajo bárbaro en el patio. Está encantada. No, no creo que la conozca, es una mujer grande ya. Tiene una mansión, no le miento. Media amarillita y con muchas habitaciones. Espero que algún día la podamos invitar a que la conozca. A la mansión y a ella.
 Toca el piano, no es de acá pero se vino a vivir hace poco. Le gustó la tranquilidad, el silencio ¿Qué raro Silvia, no? Que a una pianista le guste el silencio. Dice Manu que le gusta más que otra cosa. Que tiene que llevar aparatos eléctricos, todos muy silenciosos.
Le paga bien, sí. Y encima en blanco. Pero lo que lo contenta más a mi bebé es que a cambio ella le da clases de piano gratis. ¿Se imagina? Nuestro negro Manuel sentado, con las manos sucias, llenas de la tierra de las margaritas y las rosas, tajeadas por las ortigas, con los dedos grandes y oscuros, tocando esas finísimas teclas blancas de cristal o de marfil. No, Silvia, no sé si en verdad son de cristal o de marfil. Pero a mí de chica me decían eso, usted sabe que nosotras de piano no entendemos nada. Cuanto mucho habremos visto una que otra guitarra desafinada, cuando el mosco López la bajaba del armario, la desempolvaba y se tocaba unas milongas ¿se acuerda?
Pero Manu no, no toca milongas. Se enorgullece tocando una música que no entiendo, no sé. Muchos dicen que a la música hay que sentirla, que basta con sentirla, pero yo no creo que sea tan así como dicen. Hay cosas que no entendemos, nosotras, me parece. Lo que toca Manu con sus manos grandes, con las mismas que arranca la yerba mala, yo no lo entiendo. Él por ahí tampoco lo entienda. Pero se divierte, por lo menos. Para colmo siente que puede llegar lejos, tocar en teatros. Nosotras estaremos en la primera fila, claro. Tendremos guantes blancos, y vestidos azules y brillantes y preciosos.
No, nunca lo escuché en vivo, el se graba  tocando con el celular y me muestra desde ahí. Para escucharlo en vivo tendría que ir hasta lo de esta señora o comprarme un piano, pero nosotros no podemos comprarnos un piano. Es un lujo, usted sabe. Pensar que vale lo que un auto, con lo que Carlos, que en paz descanse, soñaba uno y nunca lo pudo tener.
Espero que a Manu no le pase como a Carlos, que no se muera sin darse algunos lujos. Después de todo se lo merece. Me lo imagino ahí, agachado y con la pelada al sol, transpirando tanto, canturreando y silbando y arrancando las malas yerbas, rociando a las hormigas de un veneno que no entienden, como yo no entiendo esa música que a él le gusta tanto tocar. 

lunes, 15 de diciembre de 2014

BOEING


Pensemos las siguientes circunstancias. Un hombre grande, en realidad, un hombre en su edad madura, supongamos unos 50 años, que es además padre de familia, un buen esposo y un mejor padre, se acuesta en su cama luego de un mecánico y tedioso día de trabajo. 
Es verano, y la noche calurosa. La transpiración hace que la sábana se le pegue en el cuerpo. Cuando por fin consigue dar con el sueño, una pesadilla lo asalta.
Es así. En un avión -uno grande, un comercial, pongamos por caso un Boeing 767- lleva a su familia desde Buenos Aires hasta Caracas. El viaje parece previsible, parece ya vivido. Él no está con ellos. Su mujer -rubia y hermosa- sostiene la mano de uno de sus hijos, seguramente el más pequeño. Los demás miran las nubes, como extasiados. Como si viajaran en avión por primera vez -el hombre sabe que esto no es cierto.
En un momento, una tormenta destruye la ilusoria calma en la que se encontraba el vuelo. El avión deja de funcionar -los desperfectos técnicos no son claros en la pesadilla- y finalmente se estrella contra un océano azul oscuro, que bien podría ser la misteriosa muerte.
El hombre, exaltado, se despierta. Son las tres de la mañana. Toca el lado izquierda de su cama y no siente a su mujer. Incluso las sábanas están frías en esa sección, como si nadie nunca las hubiera usado.
Asustado, se dirige hasta la habitación donde duermen los tres niños. En ella solo hay un empolvado cuarto lleno de lámparas y otros artefactos igual de fríos. Igual de muertos.

jueves, 11 de diciembre de 2014

EL ASALTO

Agos trabajaba en la panadería todos los días desde las siete de la mañana y yo la veía cerca de las nueve, cuando por fin me despertaba y me iba a comprar media docena de facturas: tres de dulce de leche, una de crema pastelera, y dos medialunas.
Hablábamos mucho. Era una chica flaquita y alta. Tenía un tatuaje en el cuello que dejaba al descubierto cuando se daba vuelta para buscar el pan o las facturas. El tatuaje era algún tipo de inscripción que yo no alcanzaba a leer, porque las letras eran muy pequeñas, su cuello era muy pequeño y mí vista bastante corta. Luego se volvía a mí y me sonreía. Los dientes grandes, blancos y parejos se apretaban y sus labios finos apenas se abrían, recubriéndolos, abrigándolos. Durante un tiempo, llegué a confundir esa sonrisa y creí que esa chiruza de diecinueve años se me insinuaba. Pero no podía ser, un viejo choto como yo no se pasaba la vida levantando minas por ahí.
Después de comprar las facturas agarraba la bicicleta que había dejado prolijamente en el cordón (el pedal ejerciendo como traba) y volvía a casa. Tres cuadras pedaleando en subida. La ida, claro, la hacía en bajada, y era una satisfacción sentir el aire en mí casi calva cabeza, sin mover los pies, dejándome llevar por la inercia, esa maravilla de la física. Pero la subida te la debo. Volvía con el paquete gris de facturas, esforzándome por no morir de un síncope y quedar tirado en la calle, lo que sería toda una desprolijidad. De chico me habían contado la historia de un abuelo que había muerto en una calle tan poco transitada que había quedado tirado ahí unas setenta horas. Cuando lo encontraron, las hormigas lo cubrían, y algunas ingresaban por sus ojos y por su boca. Nunca supe la identidad del abuelo, pero creo que era algo del finado Ramírez, seguramente su hermano, porque nunca quiso pasar por esa calle. Siempre hacía complicados ejercicios geométricos para no tener que pasar por ahí.
Llegué a casa. El agua que había dejado en el fuego para el mate ya estaba hirviendo. Tardé más de lo normal, me dije. Cada día me cuesta más esa subida, pensé. Abrí la tapa abollada de la pava de aluminio, que de lo sucia ya casi no reflejaba mi cara, y eché un vaso de agua fría. Cebé un mate, estaba demasiado tibio. Siempre me pasaba eso. Me comí dos facturas –la medialuna y una de crema pastelera- y decidí dejar las otras para la tarde.
Fui hasta el baño. Hacía frío, y los azulejos de mármol blanco, muertos, enfriaban mucho más el lugar. Cuando me senté en el inodoro un escalofrío me subió por el cuerpo, terminando como un breve temblor de cuello. Tomé una de las revistas y la leí:
“La nueva diosa del teatro estaría separada. El rumor llegó a través de una de sus amigas. Valeria no lo confirmó pero tampoco lo ha desmentido”.
Acompañaban al texto dos imágenes. En una de ellas, la de la hoja izquierda, se veía a una rubia tetona, brillante por aceite o por sudor, en bikini verde y rosa caminando por la playa. La tomaba de la mano un hombre algo gordo, con anteojos negros y medio peludo. En la otra foto se veía a la misma mujer, pero más flaca y más vestida, salir de un edificio con un pañuelo en los ojos. Había en ella algo de devastación. Pero pensé que era común en todos. Pensé en lo que escribirían si me sacaran una foto a mí.
El título, me dije, podría ser: “El cáncer se cobra cada año más víctimas. La mayor parte de ellas son adultos mayores de edad”. Me dio risa.
Cuando salí del baño, la puerta estaba abierta. Me pareció raro, ya que Cañales no era un lugar tan seguro como lo era en mi juventud. Además así abierta, de par en par, dejaba entrar un fresco impresionante.
La cerré con fuerza, y puse la llave. El televisor estaba prendido. Era el noticiero, que informaba sobre las próximas elecciones.  
En el sillón, sentada con las piernas blancas cruzadas, estaba Karen. Su alta figura se levantó y, sin decir nada, me tomó de la mano y me dio un beso. Los labios apretados estaban muy cálidos y algo húmedos. Cuando nos separamos vio sus ojos. Eran grandes y oscuros. Parecían tristes.
Le estaba por preguntar qué pasaba, cuando algo me golpeó la cabeza. Lo sé porque escuché el ruido de lo que sea que se quebrado contra mí. Era el ruido de algo de vidrio, por lo que supuse que sería un cuadro o una foto. Un dolor muy fuerte me tiró hasta el suelo. Comencé a ver todo nublado. Vi a mi sangre oscura ganarle terreno al mármol del piso y vi, también, los delgados tobillos de Agos moviéndose rápidamente, junto con los de un hombre que tenía zapatos marrones, de cuero. Esos zapatos eran parecidos a los que yo había usado para casarme. Pensé en Marta, y en cuanto la extrañaba. Pensé que era mejor que no estuviera acá, porque no hubiera podido defenderla.
Antes de perder la consciencia, noté que Agos tenía otro tatuaje, pero en su tobillo, rodeándolo. Nunca lo había visto.
Cuando desperté me dolía mucho el cuerpo, y una enfermera escribía no sé qué cosa en una hoja. Pregunté dónde estaba y me contestó:
-Está en el hospital, señor. Pero no hable, por ahora. Ya va a llegar el psicólogo.
Claro, respondí yo. Claro, sí.
Me toqué la cabeza y tenía una especie de algodón o de gasa. Me dolía mucho todo, y estaba cansado de los hospitales. El olor, la luz blanca, el murmullo de los médicos, el grito de los pacientes. Todo parecía tan muerto. O, por lo menos, demasiado frágil.
El psicólogo llegó después del almuerzo. Tenía barba, y unos minúsculos anteojos caídos sobre la nariz aguileña. Quiso explicarme lo que yo ya sabía. Por eso lo detuve, y le dije que parara, que no hacía falta. Pero siguió hablando. Yo calculé cuantos días habían pasado y llegué a la conclusión de que no importaba, en verdad, un carajo.
Después de una semana volví a casa. No había muebles y pensé, por un momento, que así podía llegar a ser también el cielo. No, en el cielo -me rectifiqué-  aún estaría mi foto con Marta.
Tuvieron que pasar unos meses para que pudiera volver a comprar en la panadería. Ahora iba caminado, y eso me daba más calor. Por supuesto, Agos ya no estaba ahí. Una señora grande atendía ahora. Era harto menos simpática.



jueves, 13 de noviembre de 2014

EL SULTÁN

En la tradición arábiga se refiere la escena de un Sultán abandonado por los suyos y por el tiempo, en un desierto perdido en simetrías.
La mención podría ocupar un capítulo entero o un breve párrafo, pero el albur de este Sultán es invariable. Tal vez mejor decir que es irreversible. 
Los años no lo fatigan, porque no existen. El tiempo es la deformación de las cosas -aún las más imperceptibles- y el desierto carece de ellas. Incluso los pensamientos se confunden con, abajo, la indiferente e innumerable arena, y arriba, el indiferente y vago cielo.
Nadie lo ha visto morir, y no hay razones para suponer que alguna vez lo haya hecho, ya que la muerte es plural y se da en los otros (en las comunidades, sociedades, consorcios y ejércitos).
Tal vez el Sultán esté aún ahí, trabajado por la ríspidas ráfagas de arena y el frío de la noche y el olvido.
Tal vez el Sultán seamos todos.

martes, 4 de noviembre de 2014

ANTI-VERBA


A veces quiero
recostarme sobre la sangre.
Fuera de la inflamada verba, 
sobrevaluada
y destinada a perder.
¿Cuantas veces las palabras
les ganan a las cosas?
El dolor de estómago,
el dulce frío de la mañana,
en los huesos
y la quemadura de la lengua,
es mejor que cualquier verbo,
mejor que cualquier predicado.

miércoles, 29 de octubre de 2014

PERDIDO

Mamá me pidió que fuera a comprar milanesas. Me dijo que tenían que ser de pollo, no de carne. En lo posible, que fueran de pechuga. Me lo pidió en ese primer tiempo, harto significativo, en que uno comienza a circular por las arterias -de cemento y arrabales- de la ciudad.
Era mediodía -mamá no se atrevía a soltarme así, solo como perro malo, en otro horario que no fuera ese- y el sol acariciaba, tenue y cansado, el cartel negro pálido que rezaba "ombú histórico" frente a mi casa, por donde -dicen- ha reposado el General don José de San Martín.
Salí despacito, con un andar malevo y decidido, con la confianza de quien ha sido encomendado para ejercer una tarea importantísima, de extrema necesidad, como es la de proveer a la familia del alimento. Repasaba, mentalmente, a cada paso, las cuatro cuadras que me separaban de la pollería, como quién recuerda el sabor de un verso o de un buen vino.
Mamá sabía que yo era el único capaz de cumplir correctamente con sus designios. Papá se la pasaba trabajando y jamás estaba en casa, Carlos era demasiado pequeño y no podía -bajo ningún aspecto- caminar solo por la calle y Natalia era demasiado pequeña como para -lisa y llanamente- caminar. Sólo se arrastraba de lado a lado, como esas babosas que, con grandes cantidades de sal, aniquilábamos en el jardín de la escuela. 
Como era pleno invierno, y por la vereda sombreada hacía algo de frío, me crucé hasta la vereda en la que el sol reposaba. Me crucé con tanta mala suerte que, ya en la vereda del sol, no alcancé a ver el cartel que anunciaba "cuidado con el perro" y, estando ese maldito portón abierto, la bestia salió sin otra intención que comerme.
Era alta y morruda. Tenía más músculos en el cuerpo que cualquier ser humano y su pelaje era negro como la noche y el crimen. Despedía una baba asquerosa que se balanceaba cada vez que ladraba. Llevaba puesto un collar rojo y tenía espuma en la parte trasera. Conjeturé que lo estaban bañando cuando escapó de las garras de sus dueños. ¿Cómo culparlos? ¿Quién podría contener a semejante animal?
Mi miedo fue tan grande que, corriendo incansablemente, doblé en la primera esquina que me pareció conveniente, y el perro siguió de largo. Alcancé a ver su pequeño rabo sin enjuagar siguiendo a otra persona, más desafortunada que yo.
Me había perdido. En vano intenté memorizar las calles, pues me encontraba en una que no conocía y, sin el punto de partida, todo el esquema construido en mi cabeza se desmoronaba. Como ese juego en el que, al sacar una de las piezas centrales, se viene abajo toda la estructura.
La gente me empezó a parecer más alta, mas deforme. Caminaban, hablando por sus celulares, a los gritos. Riéndose, enojándose, entristeciéndose. Mi tentación -aún secreta, jamás olvidada- fue la de preguntar a alguno de esos anónimos peatones dónde podía encontrar el lugar al que yo -patéticamente- me dirigía. Recordé el mandato de mi madre, aquél que decía que no debía hablar con desconocidos, y entonces sentí lo que seguiría sintiendo a lo largo de mi vida, siempre. Sentí que -por miedo, por circunstancia, por el bruto azar- a veces es más conveniente desentenderse de algunas reglas. Desentenderse de algunos hábitos.
Fue así como, al aparecer una muchacha de bufanda rayada y pelo rubio, que esperaba cruzar la calle, la tomé instintivamente del brazo. 
-Estoy perdido - le dije, entre pucheros.
-No te preocupes, nene - me contestó- ¿a dónde vas?
Le contesté. Acto seguido me tomó de la mano y me llevó hasta donde yo quería ir. Estaba a menos de dos cuadras.
-¿Podes volver a tu casas desde acá? - me preguntó.
Contesté que sí, recordando el mapa en mi cabeza. El mapa que me llevaría hasta mi Ítaca.
Le di las gracias. Ella me miró, hizo un gesto inentendible y me dio un beso en la frente. Luego se fue.
Cuando dejé de observarla, miré el cartel fulgurante que decía "Pollería". Tenía unos dibujos divertidos de pollos. Entré y compré el kilo y medio de milanesas de pechuga que me habían encargado.
Todavía hoy pienso que de volver a ver a esa mujer, a mi Beatriz, no podría reconocerla por más que su bufanda rayada. 

lunes, 15 de septiembre de 2014

DIARIO DE UN ANTROPÓLOGO


Zutterchland se encuentra ubicada sobre el océano pacífico, a escasos novecientos veinte kilómetros del Japón. Los autores que leí difieren en razones que expliciten el por qué éstas dos islas, estando tan cerca geográficamente, mantienen una distancia cultural tan vasta. Las opiniones más acertadas, creo yo, son aquellas que argumentan que los habitantes de Zutterchland jamás tomaron como ruta de navegación aquella que se dirige a la isla vecina sino que, por el contrario, se vieron obligados –por el azar, o por alguna dificultad en las aguas- a navegar hacia el sur, afianzando un contacto comercial con Australia y estableciendo, con ellos, una relación monopólica de importaciones y exportaciones.
Esas navegaciones están registran en varias de las crónicas escritas por el capitán Sljavock, que hasta hace poco tiempo eran consideradas por los "eruditos" de las Letras como crónicas exclusivamente literarias. No los culpo; las pretensiones surrealistas con las que fueron escritas confundirían a cualquier crítico (se sabe ahora que el capitán Sljavock, además de capitán, escribía en una revista dedicada a la literatura). En ellas se mencionan, por ejemplo, moluscos gigantes y devastadores, de colores naranjas y amarillos, y una ballena que emite sonidos que causa efectos soporíferos en los tripulantes de cualquier barco de cualquier nación, y que se refugia en las ondas y azules aguas de Oceanía. 
Ni en mapas, ni en globos terráqueos, ni en las más precisas cartografías se registró a Zutterchland, hasta mediar, por lo menos, el siglo XIX, cuando Aurelio Caraviaggiani, navegador y conquistador italiano, las “descubrió”. En verdad, lejos estuvo de descubrir algo, porque la isla ya estaba descubierta por sus habitantes y por sus opresores económicos (un reducido círculo político-burgués de australianos). 
La isla vive esencialmente gracias a la producción de azúcares y de alcoholes, pero miente -por vileza o desconocimiento- quien dice que su industria no es vasta y desarrollada. Han emprendido, desde los últimos treinta años, un proceso de industrialización rápido y eficaz. El principal responsable de esto es el Coronel Karabiajand, quién ha estado en el poder desde los principios de la década del ´30. 
Ya viejo, tuve oportunidad de conocerlo. Sus rasgos físicos no difieren de los de su etnia: altísimo, de tez morena y pelo blanco, con los ojos esféricos y claros. En cuanto a su personalidad, sí contrasta con la del resto de sus compatriotas: posee el vicio del análisis intelectual y filosófico, era asiduo de lecturas y propenso a la precaución. Su pueblo, en cambio, por lo que pude ver, es un pueblo más bien arraigado en tradiciones, las cuales utilizan como sistema de pensamiento y de valores. Esta acción los exime del arduo trabajo de la reflexión. Su criterio es nulo, y está constituido por un pequeño, pero complejo, número de prejuicios. 
La mujer de Zutterchland es un género oprimido. En esto no difieren tanto del resto de las sociedades –tanto orientales como occidentales. Se casan bajo un régimen de cercanía –es decir, el hombre soltero más cercano es propietario de la mujer soltera más cercana- y la ceremonia se realiza en el cumpleaños duodécimo de la muchacha (la edad del hombre es variable y comprende el espectro que va desde los dieciséis hasta los cincuenta y siete años). Luego, cuando la niña ingresa en la vida matrimonial, es donde se produce la ruptura sociológica con el resto de las culturas civilizadas que conocemos. Ellas son quienes trabajan la tierra y en las fábricas. El hombre se encarga del cuidado de los niños, de la casa y se ejercitan en el arte de la orfebrería. Parecen ir en contra de los preceptos de la naturaleza y del sentido común que indica que la mujer, por ser el sexo débil físicamente, debe resguardarse en su hogar.
Tuve la oportunidad de entrevistar a Casidriha, una mujer que no superaba los veinte años y que ya tenía la piel cortada y reseca por el calor y el trabajo.

jueves, 28 de agosto de 2014

DIEZ POEMAS ESCRITOS EN EL COLECTIVO




PRÓLOGO





La sucesión de poemas
que ustedes leerán
-o no-
fue escrita en una pequeña
libreta azul.
Pero eso a ustedes
qué les importa.


  


I





Quiero publicar un libro
de poemas. Y quiero que lo lean
en los bancos de las plazas
y en los asientos de los colectivos
que viajan dentro de la provincia.
Quiero que no lo entiendan
y que se lo regalen a alguien
que no lo necesite.




II





Juan Ignacio ganó un premio
de poesía. Otorgó ese reconocimiento
la sociedad de no cuales escritores
ya jubilados.
No es un buen poema, pero
eso no importa, ya que la experiencia
nos demuestra
que ninguno lo es.

  


  


III




  

El campo es ese terreno
de la no experiencia y el vacío,
el desierto de significado
directo del corazón del horizonte.
Dios nos salve de la llanura,
Y nos proteja del olvido.




  
IV







Una chica sube al colectivo
y de un golpe apresurado
-casi frenético-
Se saca la capucha y sus pelos negros
por un instante
le envuelven la cara,
como si fueran los tentáculos
de algún molusco.








V





Miro por la ventana y pienso:
aún el colectivo es
el mejor lugar para escribir.
Veo un número
Indefinido de vacas
y sus colores me recuerdan
a los crayones de la infancia.
Ahora atravesamos un río
que nos envuelve de flores amarillas. Y el asfalto
ya no es más que una ruta
de barro y de lluvia
en la cual espero no morir.
  





VI





Yo era poeta
antes del fuego
del trémulo verso
y del pavor de crear.







VII





De tanto para ver
  no vimos nada.
No surcamos la sombra
de los muelles,
de la muerte donde aflora
el cúmulo materno.
Somos pobres y estamos ciegos.
No vemos que los pájaros anidan
en sus nidos de tarde
Y fiebre.




VIII







Canción de oro:
Roja la sangre
del sol en el crepúsculo.
Roja la sangre
de la espina.




IX






Desesperación:
cumbre del llanto
en el que el silencio
deja su callada voz
olvidada.






X




Un pájaro se convierte
En la madera de una cruz
Posa sobre mis dientes
Y enciende mi llanto.
Que aplasta
Los meses, los años
de los maestros que
han sido
profanados
(Dios los tenga en la gloria)
Los desenterramos
 La tierra, sabemos
Ya es una forma,
Del olvido.















jueves, 14 de agosto de 2014

Poema de antología

A veces pienso: me hubiera gustado
haber escrito un poema como esos
poemas
escritos en la noche
-brumosa o blanca o estrellada
noche-
por un autor de la Historia de la Literatura
-esos que tienen una foto y un pie de foto en alguna antología
y pertenecen ya a movimientos
vencidos o perennes quiensabe-.
Pienso que me hubiera gustado haber sufrido
un embargo de niñez
un asalto de desamor o de amor o cualquier cosa
pero no,
no esta
acidez en el pecho,
angustia dilatada
en días y días inacabados
que parecen no comenzar
nunca.
La obligación a la felicidad
no es nada, les digo, nada feliz.
Para hacer un verso
uno bueno de esos que quedan
en la memoria y en los labios y en los trabajos prácticos
de tres chicas que salen de la escuela con escocesas
o de dos o tres profesores
de Universidades Estatales
necesitaría
una gillete rozándome el alma
lamiéndome las rodillas y las piernas
enfureciendo el silencio de la casa
revolviendo las estanterías rotas
y los cajones con las bombachas
y corpiños de las nenas.
O ver, acaso, una foto de un 
hombre ahorcado por desdicha,
o por dicha, o por dinero
o por deuda o por juego
o por libros y cine.
(La cultura nos ahorca desde temprano
-nuestra eterna madre cultura-).
¡Quién volvería a las Letras
después de haber sentido el sabor del mate amargo
la suciedad de la grasa en la ropa
del trabajo.


martes, 12 de agosto de 2014

VIDENTE

La primera fue una chica rubiecita, de no más de diecinueve años, con cara de concheta. No llegó sola; entró con una amiga algo más flaca y de nariz aguileña. Usaban las mismas botas de cuero marrón. Un chico las esperó un rato afuera, sentado en una moto verde agua. Cada tanto miraba para adentro. Alzaba el cuello como si fuera una tortuga o una jirafa de las sabanas africanas. Supongo que el aviso de la radio había sido demasiado oscuro, despertando en los oyentes, en igual medida, curiosidad y miedo.
Yo, en verdad, siempre quise ser escritor. Lo había intentado sin suerte, y el oficio de escritor es un oficio que requiere exageradamente de la suerte. Y, además, del talento, así que ni hablar. En dos o tres concursos provinciales fueron elegidos, entre los diez primeros, algunos cuentos míos. No alcanza para acceder al mundo literario, menos para vivir de él. Pero algo tenía que hacer o, como diría mi vieja, de algo debía que vivir. Tenía, por ese entonces, veinticinco años y nunca había conocido un trabajo fijo. Pensaba en eso, sentado, apoyadando la espalda en la humedad de una pared de un monoblock, sobre un grafiti que decía “yegua hija de puta”, cuando apareció Juan Carlos, o Juanca, para los amigos. Altísimo, parecía una torre con rulos. El agujero en su dentadura –producto de la ausencia de un colmillo- relucía desde lejos. Me saludó con una patada en la zapatilla izquierda, una patada amistosa, y se sentó. Le conté mi problema, mientras le convidaba cerveza en lata, media caliente por el sol de verano, que no perdona a las cervezas. Me dijo, Juanca, con la caradurez que lo caracteriza:
-¿Che, y si te hacés adivino? Necesitás plata, y yo tengo un amigo que me contó que su primo es escritor y escribe los horóscopos de “Primicia” para comer. De los diarios olvidate, están todos llenos, pero, con la capacidad para inventar historias que tenés, de adivino te iría bárbaro.
-¿Adivino? Con eso no ganás plata. Además nadie va a esas cosas.- refuté.
-Sí, ¿cómo qué no? Mi vieja iba a uno que se murió, y le cobraba un dineral. Le decían Solinsky, el viejo. O el sabio, o el adivino. No sé. Le leía el pasado, y después el futuro. La gente paga por ver a un tipo adivinando tu pasado, piensan que así lo podrán entender mejor. La idea es que primero sea a voluntad, hasta hacerte una clientela. Después ponemos una tarifa fija. Yo te ayudo, dale, boludo.
La chica rubia miraba, con unos ojos negros que contrastaban con su piel, que parecía harina, las cartas que tenía en la mesa y que le iba señalando de a poco. Tenía la boca semiabierta, y su respiración agitada me ponía algo nervioso. Un escote no dejaba ver mucho, porque no había mucho, en realidad, para ver.
Lo primero que tuvimos que hacer fue conseguir un lugar. Juanca llamó a César, su tío de Arrecifes. Nos consiguió un galponcito en la calle Rivadavia. Pero el precio fue caro: tuvimos que mentirle, diciéndole que estábamos por abrir un taller de chapa y pintura. Nos dio la llave del galpón, que lo tenía desde su adolescencia, y nos dijo que lo único que nos pedía era que en diez meses lo desocupáramos. Diez meses era mucho tiempo, y esperábamos que fuera, también, mucha plata.
La ambientación fue un proceso que realizamos observando los detalles más insignificantes de las películas de terror que tenía en mi colección de descargas de Ares. Compramos cortinas bordó que se cerraban sobre la pequeña ventana –la única ventana- que tenía el galpón. Esas cortinas eran casi innecesarias, porque el lugar ya era de por sí demasiado oscuro. Todo el estado miserable del galpón ayudaba. Las telarañas, la humedad trepándose por las paredes y dibujando figuras en ella, los restos de vidrio de botellas rotas en el suelo, los huecos por los que se escapaban las hormigas. No sabía, no sé, porque pensamos que el oficio del adivino debe ser un oficio sucio. Pero así lo fue.
Lo primero que adiviné fue su nombre: Alejandra. Me miraba como deben mirarlo a Dios, con una mezcla de incredulidad y de inevitable fe. Cada vez que acertaba en algo (un novio, una fiebre, una mascota o una fiesta) apretaba con la delgadez de su mano un pañuelo que llevaba en el cuello, con dibujitos infantiles, que creo eran caballos. Miraba a su amiga que, parada a unos pasos de mi mesa, se mordía el borde de los dedos. No lo podía creer. Yo tampoco. No sabía cómo las historias que le inventaba a esa muchacha totalmente desconocida para mí se volvían realidades sólidas como la más sólida piedra para ella. En un momento pensé que, en lugar de estar adivinando su pasado, se lo estaba creando.
Tal vez, pienso ahora, había cierta complicidad de su parte. Tal vez ella estaba adivinando mi ineptitud, burlándose de ella, asintiendo con exageración –muy bien actuada- ante cada enunciado que yo hacía.
Lo primero, en este mundo, es la publicidad. Grabamos un pequeño spot que llevamos a tres radios de la ciudad: Conejera, Averno y Rayo. Nos prometieron que, a cambio de cien pesos, pasarían la publicidad tres veces por día. Eso sí: el horario en que se emitieran lo establecerían ellos. Aceptamos, claro. No había otra manera. La publicidad, aún la tengo, si la escucho ahora me avergüenza. Unos violines nos servían de música de fondo, y mi voz, ronca, intentaba imitar la de Vincent Price.
Juan Carlos le dio, antes de que Alejandra entrara, una gorra. Ella puso, generosamente, ciento cincuenta pesos. Juan Carlos disimuló su sorpresa y asintió con un gesto cortés.
Ahora ella estaba frente a mí, contándome la historia de su vida con sus ojos negros como dos granos de café. Su madre había muerto cuando era apenas un infante, no supe precisar la edad. Su padre, la violó. No sé cómo pude decirle eso. Sé que vi a su amiga volver la cabeza hacia la ventana por la vergüenza. Ella me miró con enojo, pero asintió. Sentí que me culpaba de aquellas cosas que yo le decía. Como si la razón por la que hubiera sucedido su vida fuera esta sesión que estábamos manteniendo. Su último novio, Ezequiel, era un transa. Vendía droga a las clases altas, en fiestas caras. Lo habían matado de un balazo. Ella estaba triste, pensé que era mejor terminar.
Se fue, dándome las gracias. Ni siquiera tuve que leerle el futuro. Sólo le dije que se cuidara, que intentara crear mejores vínculos, y señalé hacia afuera, creyendo que el muchacho de la moto aún estaba ahí. Ella sonrió y se fue. 

martes, 5 de agosto de 2014

LA VOZ

No supe cuánto me gustaba la voz de las mujeres hasta que oí esa voz. No entendí, hasta ese momento, todo lo que la voz femenina significa en la vida de un hombre. Ahora disfruto, como perverso, los matices y colores de las voces de las señoras mayores que dialogan en la calle; las de las chicas que caminan chusmeando sus secretos amores; la de mi mamá cuando me despierta a la mañana. Incluso la de nuestra presidenta en sus conferencias de prensa. Había vencido, por fin, la tiranía de la imagen.
Tengo que decir, porque es verdad, que aquello que me trastornó no lo hizo primero como una voz, sino como un texto.
Un ruido preestablecido –elegido por mí- y una lucecita violeta, frenéticamente bailarina, anunció la llegada del mensaje. Lo abrí, con la desidia de quien creé que se va a reencontrar con la promoción de un automóvil o de un paquete de llamadas ilimitadas.
“Hola.”
Sólo eso decía el mensaje, que llegaba desde un número que no conocía, y que no transcribiré para no importunar a nadie. Para no importunar, incluso, su memoria.
Contesté, rápidamente. Lo primero que quise saber fue quien era. Supe que era mujer, por su manera de escribir.
Me contestaba con vueltas, tantas que en algún momento pensé que estaba equivocada de número. Le escribí mi nombre y la inicial de mi apellido –no me atreví a escribirlo completo- para que supiera que en realidad no era yo la persona a la cual que quería acosar.
Ya sé quien sos, tontito” me contestó. Me dejó helado. Opté por mi arma secreta, mi arma mortal: el recién surgente histeriquismo masculino
Bueno, a mi me aburre no saber quien sos. Así que hasta que no me lo digas no te voy a contestar”.
La respuesta que recibí me excitó, porque pensé que no podría existir sintaxis más femenina que esa: “te llamo, si queres, así no te enojas”.
Acepté la llamada de esa desconocida a las dos de la madrugada. Me dormí esperando su llamado, que ocurrió a las diez de la mañana, mientras yo caminaba hasta la oficina, pensando en lo irreal de la situación de la noche anterior, esa irrealidad que deben sentir las madres pariendo, observando como una criatura sale de su cuerpo, ensangrentada y berreando.
El sol comenzaba a calentar lo poco que puede calentar un sol en invierno.
Recuerdo que me vibró el celular en el bolsillo, me quité los auriculares blancos y atendí. El frío de la pantalla en la oreja me dio un escalofrío.
-¿Hola?- dije sin poder disimular mi entusiasmo.
Lo que escuché es algo que no voy a escribir. No lo voy a escribir porque no se puede escribir. Porque hay palabras, mejor dicho, porque hay frases que solo tienen sentido en su sonoridad. La voz de esa mujer es inenarrable. Solo puedo decir que yo, aficionado a la música, no había escuchado música mejor hasta ese momento. Hasta oír esa voz, que susurraba desde un lugar desconocido; una voz sin nombre, sin edad, sin tiempo ni espacio concebible. Una voz que solo era música, que buscaba agradar sin condescender. Que parecía masticar las sílabas como un chicle. Un movimiento de lengua, el abrir y cerrar de los labios, el golpe de la saliva sobre el micrófono del teléfono. La vibración de las cuerdas de un cuello seguramente hermoso. La gravedad de una voz atemorizada por algo, pero tranquila. Tranquila como la persona que sabe que se va a morir, pero que no le importa.
No sé lo que me dijo, pero sé que me gustó y me perturbó al mismo tiempo.
De pronto, cortó. Pasé los treinta minutos posteriores a esa conversación intentando llamarla. Otros treinta, pensando en su voz. Otros treinta, conjeturando razones por las cuales pudiera haberme cortado. Todas me parecían fatales y siniestras.
No recuerdo haber dicho nada en esa conversación. Solo algún balbuceo y uno que otro monosílabo. Lamento no haberlo hecho, me puteo mil veces por no haberlo hecho, ya que fue la única vez que escuché su voz.
Los mensajes siguieron por un tiempo. Me dijo que me conocía, de vista, pero que me conocía. Que yo le gustaba y que quería conocerme. Acepté, como si no tuviera ya dignidad.
La plaza en la que nos íbamos a encontrar me aniñaba. Sentía que volvía a tener catorce años, entre tantos juegos de niños y tantos recuerdos de adolescente con mis primeras noviecitas. Pensé, igual, que estaba bien el lugar, que no podría haber elegido lugar mejor. Los árboles, plantados en los contornos de la plaza, la envolvían de un verde que, aún en invierno, parecía vivaz. El cielo, como un círculo cerrado sobre mi cabeza, estaba más celeste que nunca. Ni una sola nube anunciando su presencia. Los mismos árboles dibujaban en la tierra sombras que, durante algún tiempo de mi infancia, me habían servido para imaginar las más diversas historias.
Me senté en un banco de piedra, frío como la nieve. Prendí un cigarrillo para que el tiempo pasara más rápido, para que los minutos que me alejaban de aquella hermosa voz se acortaran. No funcionó, el humo celeste del cigarro, casi fantasmagórico, dilataba más el tiempo.
Cuando oscureció volví a casa, vencido por la vergüenza y el enojo. Traté, mientras caminaba, de consolarme con la idea de que quizás era mejor no verla. La idea solo me convenció hasta llegar a casa. Ni bien me acosté en mi casa la llamé. Una voz espectral, mecánica, me habló: “El número solicitado se encuentra fuera de servicio”.
No creo que exista, en este mundo, algo más difícil de escuchar.