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lunes, 22 de diciembre de 2014

EL JARDÍN Y EL PIANISTA

Manuel, el mío más chico, trabaja de lunes a viernes por allá, en Villa Lía. Que trabaje de lunes a viernes está bueno, Silvia. Le permite venir a buscarme los sábados y que paseemos por el centro. Sí, sí, todavía tiene la misma camioneta. La Ford esa que usted conoció cuando la llevaba a la Maruja al baile. Exacto, esa roja grandota, media hecha percha ya.
Y, ahora está de jardinero en lo de una señora. Vio usted que el siempre fue tan prolijito, desde que iba a la escuela, desde chiquitito. Me acuerdo que tenía todos los lápices ordenados por color, en la cartuchera grande. Y a esta señora le hace un trabajo bárbaro en el patio. Está encantada. No, no creo que la conozca, es una mujer grande ya. Tiene una mansión, no le miento. Media amarillita y con muchas habitaciones. Espero que algún día la podamos invitar a que la conozca. A la mansión y a ella.
 Toca el piano, no es de acá pero se vino a vivir hace poco. Le gustó la tranquilidad, el silencio ¿Qué raro Silvia, no? Que a una pianista le guste el silencio. Dice Manu que le gusta más que otra cosa. Que tiene que llevar aparatos eléctricos, todos muy silenciosos.
Le paga bien, sí. Y encima en blanco. Pero lo que lo contenta más a mi bebé es que a cambio ella le da clases de piano gratis. ¿Se imagina? Nuestro negro Manuel sentado, con las manos sucias, llenas de la tierra de las margaritas y las rosas, tajeadas por las ortigas, con los dedos grandes y oscuros, tocando esas finísimas teclas blancas de cristal o de marfil. No, Silvia, no sé si en verdad son de cristal o de marfil. Pero a mí de chica me decían eso, usted sabe que nosotras de piano no entendemos nada. Cuanto mucho habremos visto una que otra guitarra desafinada, cuando el mosco López la bajaba del armario, la desempolvaba y se tocaba unas milongas ¿se acuerda?
Pero Manu no, no toca milongas. Se enorgullece tocando una música que no entiendo, no sé. Muchos dicen que a la música hay que sentirla, que basta con sentirla, pero yo no creo que sea tan así como dicen. Hay cosas que no entendemos, nosotras, me parece. Lo que toca Manu con sus manos grandes, con las mismas que arranca la yerba mala, yo no lo entiendo. Él por ahí tampoco lo entienda. Pero se divierte, por lo menos. Para colmo siente que puede llegar lejos, tocar en teatros. Nosotras estaremos en la primera fila, claro. Tendremos guantes blancos, y vestidos azules y brillantes y preciosos.
No, nunca lo escuché en vivo, el se graba  tocando con el celular y me muestra desde ahí. Para escucharlo en vivo tendría que ir hasta lo de esta señora o comprarme un piano, pero nosotros no podemos comprarnos un piano. Es un lujo, usted sabe. Pensar que vale lo que un auto, con lo que Carlos, que en paz descanse, soñaba uno y nunca lo pudo tener.
Espero que a Manu no le pase como a Carlos, que no se muera sin darse algunos lujos. Después de todo se lo merece. Me lo imagino ahí, agachado y con la pelada al sol, transpirando tanto, canturreando y silbando y arrancando las malas yerbas, rociando a las hormigas de un veneno que no entienden, como yo no entiendo esa música que a él le gusta tanto tocar. 

lunes, 15 de diciembre de 2014

BOEING


Pensemos las siguientes circunstancias. Un hombre grande, en realidad, un hombre en su edad madura, supongamos unos 50 años, que es además padre de familia, un buen esposo y un mejor padre, se acuesta en su cama luego de un mecánico y tedioso día de trabajo. 
Es verano, y la noche calurosa. La transpiración hace que la sábana se le pegue en el cuerpo. Cuando por fin consigue dar con el sueño, una pesadilla lo asalta.
Es así. En un avión -uno grande, un comercial, pongamos por caso un Boeing 767- lleva a su familia desde Buenos Aires hasta Caracas. El viaje parece previsible, parece ya vivido. Él no está con ellos. Su mujer -rubia y hermosa- sostiene la mano de uno de sus hijos, seguramente el más pequeño. Los demás miran las nubes, como extasiados. Como si viajaran en avión por primera vez -el hombre sabe que esto no es cierto.
En un momento, una tormenta destruye la ilusoria calma en la que se encontraba el vuelo. El avión deja de funcionar -los desperfectos técnicos no son claros en la pesadilla- y finalmente se estrella contra un océano azul oscuro, que bien podría ser la misteriosa muerte.
El hombre, exaltado, se despierta. Son las tres de la mañana. Toca el lado izquierda de su cama y no siente a su mujer. Incluso las sábanas están frías en esa sección, como si nadie nunca las hubiera usado.
Asustado, se dirige hasta la habitación donde duermen los tres niños. En ella solo hay un empolvado cuarto lleno de lámparas y otros artefactos igual de fríos. Igual de muertos.

jueves, 11 de diciembre de 2014

EL ASALTO

Agos trabajaba en la panadería todos los días desde las siete de la mañana y yo la veía cerca de las nueve, cuando por fin me despertaba y me iba a comprar media docena de facturas: tres de dulce de leche, una de crema pastelera, y dos medialunas.
Hablábamos mucho. Era una chica flaquita y alta. Tenía un tatuaje en el cuello que dejaba al descubierto cuando se daba vuelta para buscar el pan o las facturas. El tatuaje era algún tipo de inscripción que yo no alcanzaba a leer, porque las letras eran muy pequeñas, su cuello era muy pequeño y mí vista bastante corta. Luego se volvía a mí y me sonreía. Los dientes grandes, blancos y parejos se apretaban y sus labios finos apenas se abrían, recubriéndolos, abrigándolos. Durante un tiempo, llegué a confundir esa sonrisa y creí que esa chiruza de diecinueve años se me insinuaba. Pero no podía ser, un viejo choto como yo no se pasaba la vida levantando minas por ahí.
Después de comprar las facturas agarraba la bicicleta que había dejado prolijamente en el cordón (el pedal ejerciendo como traba) y volvía a casa. Tres cuadras pedaleando en subida. La ida, claro, la hacía en bajada, y era una satisfacción sentir el aire en mí casi calva cabeza, sin mover los pies, dejándome llevar por la inercia, esa maravilla de la física. Pero la subida te la debo. Volvía con el paquete gris de facturas, esforzándome por no morir de un síncope y quedar tirado en la calle, lo que sería toda una desprolijidad. De chico me habían contado la historia de un abuelo que había muerto en una calle tan poco transitada que había quedado tirado ahí unas setenta horas. Cuando lo encontraron, las hormigas lo cubrían, y algunas ingresaban por sus ojos y por su boca. Nunca supe la identidad del abuelo, pero creo que era algo del finado Ramírez, seguramente su hermano, porque nunca quiso pasar por esa calle. Siempre hacía complicados ejercicios geométricos para no tener que pasar por ahí.
Llegué a casa. El agua que había dejado en el fuego para el mate ya estaba hirviendo. Tardé más de lo normal, me dije. Cada día me cuesta más esa subida, pensé. Abrí la tapa abollada de la pava de aluminio, que de lo sucia ya casi no reflejaba mi cara, y eché un vaso de agua fría. Cebé un mate, estaba demasiado tibio. Siempre me pasaba eso. Me comí dos facturas –la medialuna y una de crema pastelera- y decidí dejar las otras para la tarde.
Fui hasta el baño. Hacía frío, y los azulejos de mármol blanco, muertos, enfriaban mucho más el lugar. Cuando me senté en el inodoro un escalofrío me subió por el cuerpo, terminando como un breve temblor de cuello. Tomé una de las revistas y la leí:
“La nueva diosa del teatro estaría separada. El rumor llegó a través de una de sus amigas. Valeria no lo confirmó pero tampoco lo ha desmentido”.
Acompañaban al texto dos imágenes. En una de ellas, la de la hoja izquierda, se veía a una rubia tetona, brillante por aceite o por sudor, en bikini verde y rosa caminando por la playa. La tomaba de la mano un hombre algo gordo, con anteojos negros y medio peludo. En la otra foto se veía a la misma mujer, pero más flaca y más vestida, salir de un edificio con un pañuelo en los ojos. Había en ella algo de devastación. Pero pensé que era común en todos. Pensé en lo que escribirían si me sacaran una foto a mí.
El título, me dije, podría ser: “El cáncer se cobra cada año más víctimas. La mayor parte de ellas son adultos mayores de edad”. Me dio risa.
Cuando salí del baño, la puerta estaba abierta. Me pareció raro, ya que Cañales no era un lugar tan seguro como lo era en mi juventud. Además así abierta, de par en par, dejaba entrar un fresco impresionante.
La cerré con fuerza, y puse la llave. El televisor estaba prendido. Era el noticiero, que informaba sobre las próximas elecciones.  
En el sillón, sentada con las piernas blancas cruzadas, estaba Karen. Su alta figura se levantó y, sin decir nada, me tomó de la mano y me dio un beso. Los labios apretados estaban muy cálidos y algo húmedos. Cuando nos separamos vio sus ojos. Eran grandes y oscuros. Parecían tristes.
Le estaba por preguntar qué pasaba, cuando algo me golpeó la cabeza. Lo sé porque escuché el ruido de lo que sea que se quebrado contra mí. Era el ruido de algo de vidrio, por lo que supuse que sería un cuadro o una foto. Un dolor muy fuerte me tiró hasta el suelo. Comencé a ver todo nublado. Vi a mi sangre oscura ganarle terreno al mármol del piso y vi, también, los delgados tobillos de Agos moviéndose rápidamente, junto con los de un hombre que tenía zapatos marrones, de cuero. Esos zapatos eran parecidos a los que yo había usado para casarme. Pensé en Marta, y en cuanto la extrañaba. Pensé que era mejor que no estuviera acá, porque no hubiera podido defenderla.
Antes de perder la consciencia, noté que Agos tenía otro tatuaje, pero en su tobillo, rodeándolo. Nunca lo había visto.
Cuando desperté me dolía mucho el cuerpo, y una enfermera escribía no sé qué cosa en una hoja. Pregunté dónde estaba y me contestó:
-Está en el hospital, señor. Pero no hable, por ahora. Ya va a llegar el psicólogo.
Claro, respondí yo. Claro, sí.
Me toqué la cabeza y tenía una especie de algodón o de gasa. Me dolía mucho todo, y estaba cansado de los hospitales. El olor, la luz blanca, el murmullo de los médicos, el grito de los pacientes. Todo parecía tan muerto. O, por lo menos, demasiado frágil.
El psicólogo llegó después del almuerzo. Tenía barba, y unos minúsculos anteojos caídos sobre la nariz aguileña. Quiso explicarme lo que yo ya sabía. Por eso lo detuve, y le dije que parara, que no hacía falta. Pero siguió hablando. Yo calculé cuantos días habían pasado y llegué a la conclusión de que no importaba, en verdad, un carajo.
Después de una semana volví a casa. No había muebles y pensé, por un momento, que así podía llegar a ser también el cielo. No, en el cielo -me rectifiqué-  aún estaría mi foto con Marta.
Tuvieron que pasar unos meses para que pudiera volver a comprar en la panadería. Ahora iba caminado, y eso me daba más calor. Por supuesto, Agos ya no estaba ahí. Una señora grande atendía ahora. Era harto menos simpática.