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sábado, 6 de julio de 2013

Minoú

1

Primero busca saltar los charquitos que se forman dentro de los huecos de las veredas, luego de los tristísimos días de lluvia en los que no se puede jugar. Pero cuando deja de llover y sale el sol con todo su esplendor de bizcocho amarillo, y mamá la deja salir a jugar, Minoú sale a afuera y busca los charquitos más anchos, esos en los que se necesita mucho esfuerzo para no fallar y mojarse las medias. Aunque ella no lo diga, ni lo piense, está muy cansada ya de que papá regrese de trabajar, con su bicicleta verde, y la rete por mojar las medias, único par que posee, que luego de ser mojadas deben plancharse y tenderse para secarse, provocando la terrible e imperdonable inasistencia de Minoú a la escuela. Imperdonable ya que su papá siempre repite -aunque ella no entienda, pobre Minoú- "es lo que te sacará de aquí". ¿Sacar de donde? Si a nuestra pequeña le encanta ese lugar en los que, luego de los tristísimos días de lluvia, puede salir a jugar saltando charquitos.
Luego sigue por contar las ranas, que son bichos verdes de ojos saltones que salen luego de la lluvia, pegando grandes saltos y asustando a las niñas más pequeñas.Claro que para una niña de nueve años no es suficiente esa verdosidad y esos grandes saltos para pegarse un buen susto. Es más, toda la pandilla del barrio -Minoú incluida- suelen tomar ramitas, no muy grandes, para picar a dichos monstruos, que no reaccionen de manera divertida: saltos, una barriga que se hincha, tal vez uno que escapa para terminar siendo fulminado por un camión, de los pocos que pasan.
Cierto día, cuando Minoú era más pequeña -cinco años quizá tendría- Mateo, que vivía en la misma cuadra, la corrió con una rana grande un día de lluvia, hasta que en las mejillas de la pequeña llegaron a confundirse sus lágrimas con las gotas de lluvia y Alberto, padre de Minoú y ex boxeador con enorme parecido a un oso, asustó al travieso chiquillo con un martillo, única herencia de su padre Jorge.
Minoú quería muchísimo a su padre. A su madre, sin embargo, la quería un poco menos. Casi nunca estaba en casa, pero cuando llegaba hacía llorar a papá. Eso enojaba a Minoú, que desde su temprana niñez supo ubicarse del lado de quién desparrama más lágrimas. El motivo de tantas peleas fue, hasta los últimos años de su vida, un misterio para nuestra adorada niña. Nuestra heroína deseaba, todas las noches entre rezos y santos de estampa, que los gritos cesaran, que su mamá quisiera a su papá tanto como ella lo quería. ¿Por qué no podía verlo como su protector, como su guardián, tal como Minoú lo hacía? Misterio de la vida infante, en el que el mundo es demasiado grande y está demasiado lleno de charcos y ranas como para que la violencia doméstica se convierta en concepto.
Los gritos y ruidos, las lágrimas mojando el piso y las botellas de cerveza no son un obstáculo para Minoú, que luego de esas noches tortuosas se levanta de su cama, prepara su desayuno y realiza su tarea. Su materia favorita era biología, dictada por la profesora Murkhell, una alemana auto exiliada tras haber formado parte del nazismo. Incluso se decía, y esto nos enteramos luego, que había participado en los experimentos de Josef Mengele. No significa nada esto para su alumnos, vestidos de guardapolvo blanco nube, blanco bandera, ávidos de saber lo que vive dentro de un mamífero, dentro de un reptil o un rinoceronte. En la escuela se podía respirar un aroma de inocencia y el jabón con el que lavaban los guardapolvos. En invierno las paredes lucían tristes y grises, mientras los árboles del patio sufrían heladas con sus ojos yaciendo en el suelo. En cambio en el verano todo parecía maravilloso, como sucede en todos los pequeños pueblos. El sol calentaba las baldosas de cemento sobre las que los niños dibujaban rayuelas o en las que se sentaban para jugar al juego de la oca; el cálido viento peinaba los olores del café de las maestras que se reunían para saber quién se había casado con quién el fin de semana y las clases se podían tomar afuera, al aire libre.
A todos los chicos les encantaba el verano. A todos menos a la pequeña Minoú, que prefería el invierno. Una vez, en un trabajo para la escuela, una maestra les preguntó a ellas y a sus compañeros que estación les gustaba más, a lo que todos respondieron, obviamente, la primavera y el verano. Minoú, en cambio,  respondió el invierno, y ese fue el momento, seguramente el primer momento, en el que se sintió diferente. Cuando la maestra le preguntó sobre tal disidencia, Minoú solo atinó a decir “porque sí”. “Porque sí, porque sí” en el mundo racionalizado de los adultos parece una respuesta absurda, pero en el universo de los niños donde los sentimientos profundos no están separados de la conciencia superficial por esa amiga de los adultos llamada “palabra” la respuesta “porque sí” es totalmente válida. Minoú, luego de unos años, ya habiendo separado su corazoncito por la palabra, sintió que tendría que haber respondido ciertas cosas que ella sentía que brindaba el invierno: la calidez de los abrigos, elegir una bufanda, juntar leña con papá, el humo que sale de las casas, el pasto brillando a la mañana, el vapor que sale de la boca al ir a la escuela. Cosas totalmente meritorias que nadie reconoce del invierno, estación maldita en los pueblos donde no nieva.                       
Todos sabían que Minoú era diferente. Sus blancas mejillas, su negro y abundante pelo, su ropa vieja y gastada, y algunas cosas más eran motivo de burla para sus compañeros. Ella había aprendido a no llorar, su papá le había enseñado que no se debía llorar, que nadie era capaz de ser enteramente fuerte pero que al menos se debía parecerlo. Minoú creyó esto hasta un 23 de julio –como olvidará la fecha- cuando llegó a su casa. Sus compañeros se habían burlado de uno de sus dibujos, un pequeño fantasma con una espada y una capa, entonces ella se escapó de la escuela. No lloró, ni gritó, ni se enojó. Guardo su dolor junto con sus cuadernos y lápices en su mochila y decidió irse. Cuando caminó las seis cuadras que separaban la escuela de su casa y llegó a esta, cuando abrió la puerta con una sensación de tensión –ah, la sensibilidad premonitoria de los niños- comprendió que su padre mentía. Lo encontró llorando. Su mujer se había ido, con otro hombre, se había ido. Minoú se había quedado, mágicamente, sin madre. Ese día, encerrada en su cuarto, ya sin que su padre la viera, volvió a ll        orar.


2

Antonio disfrutaba de la mirada de los demás. Con su único traje, sucio y gastado, se regodeaba recorriendo las avenidas principales del pueblo. Era alto, esbelto, de cuerpo inglés. Para un pueblito de provincia esas características eran lo suficientemente extrañas. Tanto que hasta resultaban atractivas. Además era un hombre leído, que mantenía siempre en el bolsillo del saco un libro. Paul Valéry, Faulkner, Dickens, Dostoievski. Le encantaba mostrárselos a los niños cuando los sacaba del bolsillo y hacerlos maravillar con el hecho de que las letras del libro no se hubieran mezclado. Los niños se reían. Lo amaban. Para él solo eran un pasatiempo. Su único amor pertenecía a su taller, en el que reparaba rejas, herramientas, alambrados.
En la mañana Antonio se despertaba siempre mirando la pared. Eso le significaba el comienzo de un buen día. Se calzaba el traje, tomaba dos o tres mates mientras escuchaban la radio, y salía a barrer el piso de tierra de su taller. Todos se reían de que barriera un piso de tierra, o de que, cuando los niños saltaban al taller en la búsqueda de una pelota perdida, el gritara “¡no me pisen la fábrica!”. Lo curioso es que Antonio solo contaba con veintisiete años, edad que no podría ser terreno fértil para el crecimiento de una locura. Pero bastaba verlo allí, sentado hasta el anochecer, manchado su traje con grasa mientras arregla un torno y luego releer a Lovecraft, para darse cuenta de que el tipo no contaba con todos sus jugadores.
En un pueblo donde todos conocían los árboles genealógicos de los demás, Antonio parecía ser un fruto solitario, como esos yuyos que crecen espontáneamente de la nada. Sólo se sabía que, de un día para el otro, comenzó a caminar las calles del pueblo, puso un taller, y se instaló. Cuando se le preguntaba por sus orígenes solía responder cosas absurdas. “Soy el hijo del cielo”, “siempre estuve aquí y siempre estaré”, “quién sepa mi origen morirá de las maneras más terribles”.
Minoú, ya esbelta, bien formada, toda una mujer de veinticinco años, lo conoció el día del funeral de su padre, a la que ella sola había asistido. El ataúd se rompió mientras desaparecía bajo tierra y hubo que llevarlo al taller de Antonio. Él, con su típico traje, salió a recibirla. Al principió no fue amor, casi nunca sucede así. Primero fue incomodidad, después aburrimiento, después atrevimiento, hasta que, ella enajenada por la tristeza de la pérdida de la única persona a la que quiso, y él por puro aprovechamiento y quizá hasta lástima, se entreveraron en una sórdido juego de saliva, dientes, uñas, sexos húmedos y narices y pies fríos. Cuando terminaron, Antonio ofreció cerveza, pero ella recordó a su padre y corrió hasta el cementerio a llorar.
Al día siguiente regresó, con la excusa de haberse olvidado unas medias y al día siguiente, y al siguiente. Minoú no había amado jamás a ningún nombre, aunque sí conocía de memoria las previsibles monotonías de una pareja, las perversas técnicas del sexo, y el insatisfecho anhelo de la compañía, nunca suficiente para calmar un dolor, un hueco. Con Antonio era diferente. Desde el primer momento en que lo vio lo despreciaba, pero ese desprecio lo hacía atractivo. Como si su juicio estuviera invertido, y su corazón le pidiera el calor que sólo podía brindar una persona a la que ella considerara un asco. Él, por otra parte, no había conocido el amor más que en unos versos derrotados de Almafuerte. Le gustaba esa nueva manera de sentir, de buscarse y de encontrarse sin la necesidad de las letras, o de la grasa, o de los trajes. Se amaron así por dos meses.
Minoú, que había sabido ser una mujer dulce en su niñez, luego de la partida de su madre había comenzado a detestarlo todo. Desde los sucios charcos de las rotas veredas hasta los malditos sapos, que no dudaba en aplastar ni bien tenía oportunidad. Detestaba sobre todo su trabajo. Detestaba también, sobre todo, a Antonio. Su risa, los poemas que le regalaba, su manera de mover las manos al hablar, su falsa investidura poética hacía que ella lo viera como una caricatura. Había algo de misterioso, algo de hueco, de inexplicable, que incitaba a no dejarlo nunca. A develar su misterio. Había escuchado que Antonio era el diablo, que se paseaba de traje buscando almas perdidas en el pecado, pero esos rumores solo la hacían reír. No dudaba en que esos rumores hubieran sido desparramados por el pueblo por el mismo Antonio, que pese a su alto nivel de locura, podría haberse creído el diablo, o Napoleón, o San Martín.
Semanas después de haberlo dejado supo que estaba embarazada. Fue a buscarlo pero ya era tarde. Se había ido. Sus vecinos dijeron que nunca habían escuchado nombrar a tal Antonio, y que nunca había existido un taller que no fuera el de don Hernández. Minoú abrió desesperadamente el cajón donde guardaba los poemas que le había escrito Antonio. Sólo había listas de compras, recetas médicas, y recortes de diarios. Sólo eso y su embarazo.



3

Cuando nació Leopoldo, Minoú se encontraba sola en la sala de parto. Casi desmayada del dolor, vio salir desde entre sus piernas una criatura llorona y ensangrentada. Le molestó que una enfermera lo hubiera tenido en sus brazos antes que ella. Lo llamó Leopoldo, el nombre del hombre con quién se fugó su mamá.
Leopoldo juega. Ríe y juega, como ella alguna vez lo supo hacer, con ranas y charcos. Sube a los árboles, corre a las aves en el puerto. Junta piedritas en la calle de tierra que luego guardan en un frasquito que dice “para mamá”. Minoú es una empleada contenta. La alegría traída por su hijo remplazo al dolor por el abandono de su madre, y al dolor por la pérdida de su padre. Quizás, hasta también, la incomodidad de la fuga y del olvido de Antonio. Leopoldo jamás preguntó por él, pero lo hará. Detesta pensar en que su hijo sufra el mismo dolor que ella sufrió al tener sólo un padre. Pero no importa. Minoú estaría dispuesta a ahorcar a cualquier compañerito de colegio que se burlara de él, como se burlaron de ella. “Las penas no deben ser hereditarias” recitaba siempre antes de dormirse. En una mujer cuyo corazón estaba estrujado por pérdidas la llegada de un hijo puede ser una salvación. Le gustaba verlo reconocerse en el agua del río, o verlo desfilar en la época del jardín. Le enseñó a tomar mate, a montar barriletes que llegaran alto, a ser feliz, a no llorar. Temía que volviera a aprender a llorar, como ella lo hizo con la partida de su madre. Vivía con miedo, no lo podía evitar. No quería perder también a Leopoldo.
En julio, en invierno, en la helada, Leopldo comenzó a traer papeles en los bolsillos. Eran poemas, amarillentos de viejos, y creía reconocerlos. La letra era de Antonio. Minoú preguntaba y preguntaba, y se cansaba de preguntar, al pequeño si había encontrado a alguien, si había hablado con alguien, si alguien le había dado esos papeles. El respondía fríamente que no, desconcertado ante el indisimulable nerviosismo de la madre. Cada día los papeles eran más, parecían multiplicarse junto con las preocupaciones de Minoú. Llegó hasta ir al colegio, pidiendo y rogando entre lágrimas que vigilaran a su hijo, que alguien lo estaba siguiendo, que le ponía poemas y libros en los bolsillos. Por supuesto nadie cedió ante tan ridícula petición.
Cada día los poemas se multiplicaban, con la letra de Antonio. Y sus libros, esos malditos libros, aparecían en los bolsillos y en la mochila del pequeño. Paul Valéry, Faulkner, Dickens, Dostoievsky. Los mismos malditos libros. Minoú se sentía sola, y cansada. También sentía una culpa corrosiva por haber dejado a Antonio, que se expandía por sus venas y sus dedos, que manchaba todo lo que tocaba, los picaportes que giraba, los sillones donde se sentaba.
El primer día de primavera. Minoú se sentó en la vereda a esperar a su hijo, como lo hacía siempre. Jamás volvió. Desesperada corrió a la escuela, pero las maestras simulaban no haberla visto nunca. Ella sabía que simulaban. La habían visto, la habían visto siempre. Ellas decían no tener registro de ningún Leopoldo. Otra vez la habían abandonado.


Minoú Regantée se suicidó una tarde lluviosa de primavera. Sus vecinos la recuerdan como una mujer sola, abandonada por­­­­ todos, hasta por su propia cordura.