Lo vi desde la ventana y parecía a simple vista inexplicable: Mateo
caminaba por el pueblo haciendo el mismo recorrido -con las mismas calles, la
misma hora y el mismo día - que, muchos años atrás, había obsesionado
semanalmente a su finado padre. Esta caminata hubiera sido irrelevante si la
hubiese visto cualquier otra persona en lugar de mí. Pero yo sabía quién era su
padre, el de Mateo, y era nada más ni nada menos que Patricio Baronivsky.
Hombre mágico, si los hubo, Patricio Baronivsky llamó mi atención
desde el comienzo. Contaba yo con tan solo diecisiete años cuando su
atemorizante belleza me indujo en una timidez petrificante mientras se acercaba
a mí, preguntándome en voz alta por
primera (y única) vez mi nombre, en una de las plazas del pueblo. Le contesté
“Fernanda” con el restringido aire que quedaba en mi cuerpo, que lo recuerdo
frío y doloroso durante esos segundos. Sonrió y, luego de mirar para los
costados, salió corriendo detrás de otra muchacha, mucho más bella que yo, por
supuesto. Es innecesario decir que quedé ansiosamente enamorada luego de ese encuentro.
Lo busqué en los únicos tres colegios que conocía, no lo encontré en ninguno.
No me sorprendió, ya que por su aspecto parecía ser mucho más grande que yo, y
lo era. Jamás antes lo había visto, y me atemorizaba tanto, hasta el punto de
la desesperación, pensar que jamás lo volvería a ver. Era ese miedo a no
encontrar jamás que solo sentimos con limitadas personas y objetos. Yo entiendo
que esto, a sus ojos de lectores, pueda parecer ridículo, pero no me
malentiendan, por favor. Mi enamoramiento no provenía de una manifestación
hormonal de adolescente, como antes me había sucedido. No, este enamoramiento y
estas ganas de encontrarlo otra vez iban más allá de la pura atracción sexual.
Yo quería encontrarlo porque creía, y sabía, que algo necesitaba de él o que,
al contrario, algo él necesitaba de mí, y yo estaba dispuesta a dárselo, fuese
lo que fuese.
Meses después del primer encuentro (un mes en donde las tristezas y
los llantos parecían haberme dado un aspecto más adulto) me lo encontré recorriendo
el pueblo. Me reconoció al instante y me invitó a caminar juntos. Le pregunté cómo
fue que había logrado reconocerme después de tantos meses, esperando
secretamente que el dijera algo como “Jamás podría olvidarme de una mujer tan
bella”. No fue así, solo se limito a decir: “En mi memoria convergen todos los
datos del Universo, por más insignificante que sean. Mi mente no posee ese
encanto que ustedes llaman olvido”. Hablaba
como si no perteneciera a este mundo, pero sus ojos tristes y cansados bastaban
para reconocer que, al menos, se había criado en él.
El camino era zigzagueante y, por momentos, hacía parecer mucho más
enorme a nuestro pueblo. Pregunté si lo realizaba seguidamente, y me contestó que sólo una
vez por semana. Me contó además que intentaba recorrer ese camino lo más
asiduamente posible ya que, de una semana a la otra, siempre lo veía diferente.
Y dijo algo aún más extraño luego que, si mal no recuerdo, era más o menos así:
“Los dioses no saben de espacios. Es decir, nadie me asegura que este camino
que yo hago semanalmente sea el mismo camino cada vez. Quién sabe si un día,
quizá, encuentre la rasgadura del velo en él. Es decir, esa puerta a una cosmovisión
pura, a la vista de un Dios”.
Me dejó en mi casa. Yo esperaba un beso y no me lo dio. Le pregunté si
lo volvería a ver, me dijo que sí, que el mundo es harto repetitivo y que
estamos destinados a vivir siempre las mismas cosas. Era imposible entonces que
otro encuentro no surgiera.
Yo no me avergüenzo al decir que espere ese encuentro por años. Se
preguntarán porque no iba a esperarlo en una de las esquinas de su camino
cotidiano. Es simple: no podía alterar su camino. El me había explicado que el
encuentro tenía que surgir, que una voluntad puesta en un lugar que no se debe
puede llegar a ocasionar catástrofes
terribles.
Un día, cuando la resignación ya comenzaba a rozar mi piel, encontré a
Patricio caminando. Me dijo esto: “Tantos años pasaron desde nuestra primera
caminata. Ese día descubrí que me había enamorado de vos, y que el amor y su
concreción rompían el velo de maya y otorgaban a sus participantes la
cosmovisión pura. Tristemente, jamás volviste a cruzarte en mi camino. Y yo,
ahora, ya estoy muy viejo, y el amor solo le pertenece a los jóvenes”. Luego se
fue, mientras el sol iluminaba su escaza cabellera plateada.
Y ahora está Mateo, su hijo, buscando lo que él jamás encontró.
Esperemos que lo encuentre, o tal vez el amor sea solo eso: un laberinto. La búsqueda
interminable de una visión verdadera del Universo que está destinada al
fracaso.