No supe cuánto
me gustaba la voz de las mujeres hasta que oí esa voz. No entendí, hasta ese momento, todo lo que la voz femenina
significa en la vida de un hombre. Ahora disfruto, como perverso, los matices y
colores de las voces de las señoras mayores que dialogan en la calle; las de
las chicas que caminan chusmeando sus secretos amores; la de mi mamá cuando me
despierta a la mañana. Incluso la de nuestra presidenta en sus conferencias de
prensa. Había vencido, por fin, la tiranía de la imagen.
Tengo que
decir, porque es verdad, que aquello que me trastornó no lo hizo primero como
una voz, sino como un texto.
Un ruido
preestablecido –elegido por mí- y una lucecita violeta, frenéticamente
bailarina, anunció la llegada del mensaje. Lo abrí, con la desidia de quien
creé que se va a reencontrar con la promoción de un automóvil o de un paquete
de llamadas ilimitadas.
“Hola.”
Sólo eso
decía el mensaje, que llegaba desde un número que no conocía, y que no
transcribiré para no importunar a nadie. Para no importunar, incluso, su
memoria.
Contesté, rápidamente.
Lo primero que quise saber fue quien era. Supe que era mujer, por su manera de
escribir.
Me
contestaba con vueltas, tantas que en algún momento pensé que estaba equivocada
de número. Le escribí mi nombre y la inicial de mi apellido –no me atreví a
escribirlo completo- para que supiera que en realidad no era yo la persona a la
cual que quería acosar.
“Ya sé quien sos, tontito” me contestó. Me
dejó helado. Opté por mi arma secreta, mi arma mortal: el recién surgente
histeriquismo masculino
“Bueno, a mi me aburre no saber quien sos.
Así que hasta que no me lo digas no te voy a contestar”.
La respuesta
que recibí me excitó, porque pensé que no podría existir sintaxis más femenina
que esa: “te llamo, si queres, así no te
enojas”.
Acepté la llamada
de esa desconocida a las dos de la madrugada. Me dormí esperando su llamado,
que ocurrió a las diez de la mañana, mientras yo caminaba hasta la oficina,
pensando en lo irreal de la situación de la noche anterior, esa irrealidad que
deben sentir las madres pariendo, observando como una criatura sale de su
cuerpo, ensangrentada y berreando.
El sol
comenzaba a calentar lo poco que puede calentar un sol en invierno.
Recuerdo que
me vibró el celular en el bolsillo, me quité los auriculares blancos y atendí. El
frío de la pantalla en la oreja me dio un escalofrío.
-¿Hola?-
dije sin poder disimular mi entusiasmo.
Lo que
escuché es algo que no voy a escribir. No lo voy a escribir porque no se puede
escribir. Porque hay palabras, mejor dicho, porque hay frases que solo tienen
sentido en su sonoridad. La voz de esa mujer es inenarrable. Solo puedo decir
que yo, aficionado a la música, no había escuchado música mejor hasta ese
momento. Hasta oír esa voz, que susurraba desde un lugar desconocido; una voz
sin nombre, sin edad, sin tiempo ni espacio concebible. Una voz que solo era
música, que buscaba agradar sin condescender. Que parecía masticar las sílabas
como un chicle. Un movimiento de lengua, el abrir y cerrar de los labios, el
golpe de la saliva sobre el micrófono del teléfono. La vibración de las cuerdas
de un cuello seguramente hermoso. La gravedad de una voz atemorizada por algo,
pero tranquila. Tranquila como la persona que sabe que se va a morir, pero que
no le importa.
No sé lo que
me dijo, pero sé que me gustó y me perturbó al mismo tiempo.
De pronto, cortó.
Pasé los treinta minutos posteriores a esa conversación intentando llamarla. Otros
treinta, pensando en su voz. Otros treinta, conjeturando razones por las cuales
pudiera haberme cortado. Todas me parecían fatales y siniestras.
No recuerdo
haber dicho nada en esa conversación. Solo algún balbuceo y uno que otro
monosílabo. Lamento no haberlo hecho, me puteo mil veces por no haberlo hecho,
ya que fue la única vez que escuché su voz.
Los mensajes
siguieron por un tiempo. Me dijo que me conocía, de vista, pero que me conocía.
Que yo le gustaba y que quería conocerme. Acepté, como si no tuviera ya
dignidad.
La plaza en
la que nos íbamos a encontrar me aniñaba. Sentía que volvía a tener catorce
años, entre tantos juegos de niños y tantos recuerdos de adolescente con mis
primeras noviecitas. Pensé, igual, que estaba bien el lugar, que no podría
haber elegido lugar mejor. Los árboles, plantados en los contornos de la plaza,
la envolvían de un verde que, aún en invierno, parecía vivaz. El cielo, como un
círculo cerrado sobre mi cabeza, estaba más celeste que nunca. Ni una sola nube
anunciando su presencia. Los mismos árboles dibujaban en la tierra sombras que,
durante algún tiempo de mi infancia, me habían servido para imaginar las más
diversas historias.
Me senté en
un banco de piedra, frío como la nieve. Prendí un cigarrillo para que el tiempo
pasara más rápido, para que los minutos que me alejaban de aquella hermosa voz
se acortaran. No funcionó, el humo celeste del cigarro, casi fantasmagórico,
dilataba más el tiempo.
Cuando
oscureció volví a casa, vencido por la vergüenza y el enojo. Traté, mientras
caminaba, de consolarme con la idea de que quizás era mejor no verla. La idea
solo me convenció hasta llegar a casa. Ni bien me acosté en mi casa la llamé. Una
voz espectral, mecánica, me habló: “El
número solicitado se encuentra fuera de servicio”.
No creo que
exista, en este mundo, algo más difícil de escuchar.
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