Agos trabajaba en la panadería
todos los días desde las siete de la mañana y yo la veía cerca de las nueve,
cuando por fin me despertaba y me iba a comprar media docena de facturas: tres
de dulce de leche, una de crema pastelera, y dos medialunas.
Hablábamos mucho. Era una chica
flaquita y alta. Tenía un tatuaje en el cuello que dejaba al descubierto cuando
se daba vuelta para buscar el pan o las facturas. El tatuaje era algún tipo de inscripción
que yo no alcanzaba a leer, porque las letras eran muy pequeñas, su cuello era
muy pequeño y mí vista bastante corta. Luego se volvía a mí y me sonreía. Los
dientes grandes, blancos y parejos se apretaban y sus labios finos apenas se
abrían, recubriéndolos, abrigándolos. Durante un tiempo, llegué a confundir esa
sonrisa y creí que esa chiruza de diecinueve años se me insinuaba. Pero no
podía ser, un viejo choto como yo no se pasaba la vida levantando minas por
ahí.
Después de comprar las facturas agarraba
la bicicleta que había dejado prolijamente en el cordón (el pedal ejerciendo
como traba) y volvía a casa. Tres cuadras pedaleando en subida. La ida, claro,
la hacía en bajada, y era una satisfacción sentir el aire en mí casi calva
cabeza, sin mover los pies, dejándome llevar por la inercia, esa maravilla de
la física. Pero la subida te la debo. Volvía con el paquete gris de facturas,
esforzándome por no morir de un síncope y quedar tirado en la calle, lo que
sería toda una desprolijidad. De chico me habían contado la historia de un
abuelo que había muerto en una calle tan poco transitada que había quedado
tirado ahí unas setenta horas. Cuando lo encontraron, las hormigas lo cubrían,
y algunas ingresaban por sus ojos y por su boca. Nunca supe la identidad del
abuelo, pero creo que era algo del finado Ramírez, seguramente su hermano,
porque nunca quiso pasar por esa calle. Siempre hacía complicados ejercicios
geométricos para no tener que pasar por ahí.
Llegué a casa. El agua que había
dejado en el fuego para el mate ya estaba hirviendo. Tardé más de lo normal, me
dije. Cada día me cuesta más esa subida, pensé. Abrí la tapa abollada de la
pava de aluminio, que de lo sucia ya casi no reflejaba mi cara, y eché un vaso
de agua fría. Cebé un mate, estaba demasiado tibio. Siempre me pasaba eso. Me
comí dos facturas –la medialuna y una de crema pastelera- y decidí dejar las
otras para la tarde.
Fui hasta el baño. Hacía frío, y los
azulejos de mármol blanco, muertos, enfriaban mucho más el lugar. Cuando me
senté en el inodoro un escalofrío me subió por el cuerpo, terminando como un
breve temblor de cuello. Tomé una de las revistas y la leí:
“La nueva diosa del teatro estaría separada. El rumor llegó a través de una
de sus amigas. Valeria no lo confirmó pero tampoco lo ha desmentido”.
Acompañaban al texto dos imágenes. En
una de ellas, la de la hoja izquierda, se veía a una rubia tetona, brillante
por aceite o por sudor, en bikini verde y rosa caminando por la playa. La
tomaba de la mano un hombre algo gordo, con anteojos negros y medio peludo. En
la otra foto se veía a la misma mujer, pero más flaca y más vestida, salir de
un edificio con un pañuelo en los ojos. Había en ella algo de devastación. Pero
pensé que era común en todos. Pensé en lo que escribirían si me sacaran una
foto a mí.
El título, me dije, podría ser: “El cáncer se cobra cada año más víctimas. La
mayor parte de ellas son adultos mayores de edad”. Me dio risa.
Cuando salí del baño, la puerta
estaba abierta. Me pareció raro, ya que Cañales no era un lugar tan seguro como
lo era en mi juventud. Además así
abierta, de par en par, dejaba entrar un fresco impresionante.
La cerré con fuerza, y puse la
llave. El televisor estaba prendido. Era el noticiero, que informaba sobre las
próximas elecciones.
En el sillón, sentada con las
piernas blancas cruzadas, estaba Karen. Su alta figura se levantó y, sin decir
nada, me tomó de la mano y me dio un beso. Los labios apretados estaban muy
cálidos y algo húmedos. Cuando nos separamos vio sus ojos. Eran grandes y
oscuros. Parecían tristes.
Le estaba por preguntar qué pasaba,
cuando algo me golpeó la cabeza. Lo sé porque escuché el ruido de lo que sea
que se quebrado contra mí. Era el ruido de algo de vidrio, por lo que supuse
que sería un cuadro o una foto. Un dolor muy fuerte me tiró hasta el suelo.
Comencé a ver todo nublado. Vi a mi sangre oscura ganarle terreno al mármol del
piso y vi, también, los delgados tobillos de Agos moviéndose rápidamente,
junto con los de un hombre que tenía zapatos marrones, de cuero. Esos zapatos
eran parecidos a los que yo había usado para casarme. Pensé en Marta, y en
cuanto la extrañaba. Pensé que era mejor que no estuviera acá, porque no
hubiera podido defenderla.
Antes de perder la consciencia, noté
que Agos tenía otro tatuaje, pero en su tobillo, rodeándolo. Nunca lo había
visto.
Cuando desperté me dolía mucho el
cuerpo, y una enfermera escribía no sé qué cosa en una hoja. Pregunté dónde
estaba y me contestó:
-Está en el hospital, señor. Pero no
hable, por ahora. Ya va a llegar el psicólogo.
Claro, respondí yo. Claro, sí.
Me toqué la cabeza y tenía una
especie de algodón o de gasa. Me dolía mucho todo, y estaba cansado de los
hospitales. El olor, la luz blanca, el murmullo de los médicos, el grito de los
pacientes. Todo parecía tan muerto. O, por lo menos, demasiado frágil.
El psicólogo llegó después del
almuerzo. Tenía barba, y unos minúsculos anteojos caídos sobre la nariz
aguileña. Quiso explicarme lo que yo ya sabía. Por eso lo detuve, y le dije que
parara, que no hacía falta. Pero siguió hablando. Yo calculé cuantos días
habían pasado y llegué a la conclusión de que no importaba, en verdad, un
carajo.
Después de una semana volví a casa.
No había muebles y pensé, por un momento, que así podía llegar a ser también el
cielo. No, en el cielo -me rectifiqué-
aún estaría mi foto con Marta.
Tuvieron que pasar unos meses para
que pudiera volver a comprar en la panadería. Ahora iba caminado, y eso me daba más
calor. Por supuesto, Agos ya no estaba ahí. Una señora grande atendía ahora.
Era harto menos simpática.
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