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lunes, 4 de marzo de 2013

Evaristo

Los dioses han obsequiado a una pequeña cantidad de personas el don de ser testigos de hechos maravillosos y fantásticos. Lamentablemente, nunca fui perteneciente a ese ínfimo número de privilegiados. Los días de mi vida me encontraron siempre viviendo de manera rutinaria, llegando a favorecer a mi memoria: Nada hay que recordar, pues nada puede ser olvidado en una existencia en la que abundan repeticiones.
Mi aburrimiento permanentemente inspirado y sostenido por todo lo que se atravesara delante de mí vista y de cualquiera de mis otros sentidos derivaba en un constante estado de reflexión melancólica. Llegué hasta creer que nada en el mundo podría asombrarme, ni a mí ni a las generaciones venideras. Nos encontrábamos en un mundo totalmente ya formulado, donde cada cosa tenía ya su símbolo, donde todo estaba ya creado.
El primer Miércoles de Julio -día de la semana totalmente aburrido, ya que no permite ni la relajación del fin de semana, ni la tensión de su inicio- llegó a mi ciudad - y por consiguiente a mi casa- desde Inglaterra, mi primo Evaristo, con quién había compartido la infancia, esa época de la vida en la que el horror y el asombro  convergen amablemente. Apareció en la temprana mañana, tocó fuertemente mi puerta, con la decisión que en el pasado supo diferenciarlo frente a nuestra familia de mí. Lo vi, al abrir, con menos de su rojizo pelo, aunque llevaba aún consigo su robusto e imponente cuerpo de siempre. Con algo de desgano, pero obligado por las responsabilidades que conllevan los vínculos sanguíneos, acepté su solicitud de estadía en mi casa, ya qué mi nobleza no permitía que dejase a un familiar durmiendo bajo los puentes.
Una vez instalado, en la hora del almuerzo, preguntó por mi madre a la cuál él confería un agigantado aprecio. Contesté "muerta". Evaristo reaccionó con una sorpresa algo atristezada, muy esperable ya que mi madre consentía, a mi parecer exageradamente, a su sobrino. Debe haber creído, mi primo, que recordarla sería una cortesía, ya que despachó una ligera antología lacrimosa sobre mi difunta madre. Vacilé en admitir con completa seguridad el hecho de que esas historias fueran enteramente reales, ya que algunas fechas y lugares me parecieron ilógicos e inconexos; por ejemplo, habló sobre un paseo por las calles Alemanas de Munich. Jamás mi madre viajó o estuvo en Alemania. De todas maneras, pensé que quizá era un error de Evaristo o, en el peor de los casos, un hecho ignorado por mí. Como la conversación comenzaba a incomodarme (ya que parecíamos estar hablando de una mujer diferente) intenté cambiar la dirección de la charla. Inquirí sobre la vida de Evaristo con algunas preguntas, el se limitaba a contestarlas vagamente. Logré que me confesara los motivos de su despido en la metalúrgica, la estafa (que el enfatizó en denunciar), las repercusiones en su pueblo y el exilio final. Admito que sus penurias me hubieran conmovido -soy humano después de todo- de haberlas creído. El esfuerzo de mi primo por figurarse víctima, y el conocimiento de su manera vivir, eran razones suficientes para no creer en los motivos por los que el decía encontrarse en mi pueblo. De todas maneras fingí creerle, y le ofrecí que fuera a dormir una siesta, con la excusa de que su viaje me parecía tan largo como para merecer un descanso dentro de una cálida cama. Accedió, y luego del whiskey subió a la habitación que le había preparado.
Yo, mientras Evaristo dormía, me atreví a telefonear a su mujer, sólo para enterarme que ya no lo era más. Mi primo había tenido un amorío con la hija del jefe de la metalúrgica, y había sido descubierto; por lo cuál su mujer lo había echado de la casa, y supuse que luego él decidió también el exilio de su ciudad. Me pregunté porqué mi primo buscaría alojamiento en mi casa, que no visitaba hacía más de una década, y mentiría acerca de su desdicha. Razoné sobre esto poco tiempo, y llegué a la conclusión de que él se horrorizaba de solo pensar en una condenada social o familiar. ¿Que pensaría nuestra entera familia de su affair? La verdad es que nada le importaba a nadie, excepto a él.
Evaristo convivió conmigo, los primeros días, de manera casi imperceptible. Solo lo veía en las comidas, luego de ellas se encerraba en su habitación por largas horas. Varias veces intenté convencerlo de que saliéramos a dar un paseo por el pueblo, que tanto había cambiado, pensaba yo, desde su partida. Cuando finalmente accedió, luego de ver en silencio las edificaciones de últimos tiempos que le mostraba, me contestó con su tono grave y seguro que el pueblo había cambiado tanto como él, quizás hasta menos. "Sabés primo, me dijo, lo que sucede es que en la infancia todo parece estar llamando a ser descubierto y, ha medida que uno crece, nota que mientras más descubre el mundo más se oculta el hombre".
Cumplido un mes de su estadía, mi primo parecía comenzar a comportarse de manera más entusiasmada. Supe que dentro de su habitación se encontraba trabajando en algo que parecía, ahora, estar dándole resultados satisfactorios. Mi curiosidad comenzaba a nacer. Le pregunté si podría acaso ser capaz de confesarme a que se debía su encierro. Me contestó con enojo que no podía contarme, que esperara, que ya lo vería. Confié en que así iba a ser.
La noche siguiente sentí extraños ruidos que provenían de su habitación, ubicada arriba de la mía. La curiosidad le gano a mi respeto, y entré. Evaristo se encontraba hablando con una anciana, que yacía inmóvil y pálida en la cama, mirándolo mientras él le llevaba algo de beber a su boca. Esa anciana, al examinarla por algunos minutos, resultó parecerse a mi madre. Evaristo, cuando me vio parado unos centímetros alejado de la puerta, dio un enorme salto, me empujó de un golpe y cerró la puerta con fuerza y con llave. Yo golpeé y lo llamé con enojo. Fue predeciblemente inútil. Creí estar volviéndome loco, creí que quizá la mujer que había visto no era mi madre; creí y desee creer que no pudo haber sido mi madre.
Al hacerse el día, subí a invitar a Evaristo a desayunar y, además, poder preguntarle sobre lo que mis ojos pudieron llegar a ver en la noche. Nadie contestó a la puerta de su habitación, me arrepentí de haberle conferido la única llave. Forcé el cerrojo y abrí la puerta, pero me encontré con una habitación vacía, con el aspecto de no haber sido usada en años.
Luego de unos días de perplejidad, llamé por segunda vez a la mujer de Evaristo, convencido de que quizá habría intentado volver a su casa. Me contestó, de una manera desesperada entre llantos, que Evaristo había decidido suicidarse. Habían encontrado su cuerpo meses atrás, un día después de mi primer llamado, en un hotel de su ciudad.
Desde ese día recuerdo con nostalgia los tiempos en los que nada era capaz de sorprenderme.

1 comentario:

  1. Alucinante, fantástico. Mi amor, creo que esto tiene que ser publicado sin titubeos.

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