Santiago llegó a la isla y su arena le pareció una gigantesca mancha
amarilla, que contrastaba con la inmensidad azulada del mar, acariciándola con
la espumosidad de sus olas. El desembarque no había sido forzoso; el agua se hamacaba
templada como las almas orientales. Un cangrejo se deslizó bajo un hueco,
aterrorizado ante el cansado primer paso del intruso, que sin saber miraba por
primera vez con ojos cristianos aquella virginal geografía.
La isla, que seguramente no se extendía más que la ciudad de Roma,
parecía ante las medidas de nuestro visitante un ajeno planeta, con sus
particularidades y sus extravagancias.
La noche que cayó después de su llegada -convirtiéndola
en anónima y segura- lo obligó a improvisar un refugio. Basto la madera de su
bote y algunas enormes hojas y piedras para que la construcción lo acercara a una
comodidad que le resultó familiar, recordándole otra vida.
Santiago, que conservaba algunas provisiones rescatadas del barco, comió
lo que intuyó que sería su última cena. El pescado deslizándose por su garganta
era endulzado por el vino, cálido y barato. Quizás, podríamos sospechar, lloró
esa noche. Quizás sintió esa noche, al cerrar los ojos, la soledad de su existencia
acentuada por la isla.
Un sueño, formulado por la luna llena o por la locura, fue recordado de
esta manera: una gaviota blanca, que se confundía con las nubes, descendía del
cielo para tragarlo. Dentro de su estómago, Santiago se encontraba con su tripulación,
sólo que ninguno de ellos tenía armas ni dedos. Una mujer se encontraba allí
también, sin que él pudiera precisar su identidad.
Luego se despertó, mientras los mosquitos devoraban su piel y su sangre,
la que antes fuera usada para magníficos sacrificios. El calor, ennegreciendo
su piel, lo tentaba a nadar. Mientras se desnudaba para hacerlo, una sustancia
viscosa en el agua, que prometía ser una especie de animal, lo desanimó. Pensó
que una muerte en la tierra sería mucho más digna que una muerte en el mar, y
que de morir allí nadie jamás encontraría su cuerpo, y no podrían realizarse
los rituales correspondientes que lo llevarían al descanso eterno.
El tiempo que sucedió a su llegada (imprecisable para él y acaso para
nosotros) le sirvió de excusa y de maestro. Entre otras cosas aprendió una muy
importante: consentir cada capricho de la isla. De esta manera, nuestro héroe
comenzaba a conocer las técnicas que lo mantendrían con vida, tales como crear
caminos a fuerza de machazos con el fin de que sirvieran para recorrer largas
distancias; distinguir la fruta buena de la futra mala; conocer su gusto por el
pescado salado del mar; fabricar maravillosas instalaciones en honor a algún
dios ya ignorado e ignoto.
Sin aviso y sin preverlo -como emergen las verdaderas desgracias- el
ejercicio de intentar recrear la imagen de la mujer que observó y no reconoció
en su sueño, el de la primera noche en la isla, comenzaba a obsesionar sus
tardes. Con arena, piedras, hojas y escamas intentaba alcanzar la figura de esa
mujer, creyendo que la identidad de ese rostro estaba escondida en la
profundidad de su alma, y que para alcanzarla bastaría con intentar una y otra
vez hasta dar con los rasgos precisos, y que lo sabría cuando su corazón latiera
como latió al despertar de ese sueño, inconfundiblemente.
Tardes enteras morían en el intento de saciar su ansiedad. Luego pasaron
a ser tardes y noches, en las que olvidaba comer; ya al final se convirtieron
en tardes, noches y mañanas, en las que se olvidaba de comer y dormir. Fue así
como no transcurrió mucho tiempo hasta que comenzara a olvidarse de todo, de su
nombre en aquella ya lejana otra vida; de sus necesidades, alegrías y miserias
en la isla; de su inocente esperanza de ser rescatado. Olvidó todo aquello que
no fuera su obsesión por la secreta y aguardada figura.
Harto de la frustración que le causaba no encontrar jamás la imagen de
esa mujer, y tal vez infundido por un destello de última lucidez, el visitante
decidió derribar la figura y arrojarla al mar. Al hacerlo sintió una nostálgica
libertad, similar a la que se siente cuando se abandona un vicio.
No funciono. Todas las mañanas la marea traía consigo la
escultura, entera, tal como era antes ser destruida.
Ya con primitiva inteligencia, el intruso creyó que la
imagen regresaba porque la identidad había sido encontrada, tal vez el mar lo
había notado antes que él.
Esa noche esperó sentado en la playa a que la estatua apareciera. Una
esperanza crecía y modificaba su respiración, esperanza de creer que reconocer
a la mujer sería reconocer su propio rostro, y así volver a tener nombre; así
recordar quién fue alguna vez.
Cuando el sol comenzaba a cruzar el lejano horizonte, la marea alcanzó a
los pies del dormido visitante la esperada escultura. Su inocente mano tembló
al quitar las últimas algas que ocultaban la imagen. Cuando ya estuvo limpia,
se acercó hacia el rostro para observarla mejor.
Nada. La mujer aún no le parecía nada. Una deshumanizada figura tallada
en piedra y madera, sólo eso. Una mujer, que podría ser cualquier mujer. Sólo
eso.
Entonces la dejó deslizarse de nuevo hacia el mar, no sin alguna
decepción.
La escultura jamás volvió a aparecer por la isla, tal vez anunciando a
nuestro visitante que él ya era otro, que nada de lo que había sido antes tenía
lugar en la isla. Ya no existía en su espíritu ningún pasado que no fuera el de
arena y de playa.
Acepto tranquilamente, entonces,
su patético destino.
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